A Chuck Palahniuk siempre le fue la marcha. Detrás de esa pinta de daddy que se castiga duro y parejo en el gimnasio para ligar a la salida de clase con madres divorciadas hambrientas de macho cabrío se esconde una de las plumas más subversivas, transgresoras y políticamente incorrectas de la última generación de novelistas rebeldes nacidos en los Estados Unidos. Normal: el cerebro que en su día inauguró su lista de obras de ficción con El club de la lucha y que, en estos últimos quince años, nos dejara títulos de la talla de Asfixia, Diario: una novela o la reciente Snuff es hoy un mito exótico entre la post-generación x, el renacimiento de la literatura bohemia, la nueva (si es que es posible) contracultura y el lenguaje directo, satírico, iconoclasta, cuasi violento e hiriente. Eso es lo que se dedica a hacer en Pigmeo desde el minuto uno: hurgar en la herida.
Perforar la memoria colectiva utilizando una familia americana tipo como centro de acogida de unos estudiantes de intercambio de algún país desconocido que se disponen, cual robots programados y educados para matar como si se le fuera la vida en ello, a planificar un atentado terrorista desde su más tierna infancia hacia buena parte de uno de esos estados que promulgan el sueño americano. ¿El sueño americano? ¡Boom!
Probablemente Palahniuk sea uno de esos que sueña perversiones y las verbaliza en estilo directo, casi sin pensar en las consecuencias. Dichas consecuencias llevan transformándose en un serial de detractores que catapultan su obra, siempre rondando temáticas de una sociología cuasi antropológica que analiza y enmarca al ser humano dentro de los estratos más bajos, heridos y magullados de la raza. Esa misma sátira retorcida, calenturrienta y macabra es la que lo ubica dentro de una familia típicamente americana: haciendo de Los Simpson, South Park y Padre de familia (tres de las series satírico-sociales sobre la idiosincrasia americana más relevantes en el mundo joven) un trabajo anatómico diminuto si lo comparamos con las descripciones crudas y hasta humillantes que Palahniuk se dedica a hacer en Pigmeo.
En realidad, “pigmeo” es el sobrenombre que el hijo de esa familia-tipo le da al Agente 67 (o el “agente-yo”, como se autodenomina de forma mecánica), uno de los adolescentes-cabecilla que se instala en dicho hogar, que desea a la hermana (“hermana-gata”, en este caso) y que odia con su más supremo deseo todo lo que América representa, pero de una forma metódica de mecánica-industrial que es, a su vez, también una crítica a este grupo de adolescentes sectarios. Palahniuk despliega todo su (sic) arsenal de bataholas y malarias, poniendo al servicio del lector un alarde simbólico perfectamente traducido, una vez más, por un Javier Calvo que es casi como el Joan Pera de Woody Allen (el doblador español del cineasta): alguien que identifica los gags, el simbolismo y el terrorismo verbal del novelista americano y transforma dicho verbo en carne desangrada.
En este caso, la intervención de borrones, de traducciones de esos pseudónimos mecánicos propinados por el propio pigmeo y una colección extrema de violaciones (en todos sus sentidos) y avances ante el miedo, la redención y la xenofobia en términos generales como arma de doble filo y guerra tanto verbal como político-social. Bonita manera de ser un antisocial.
Alan Queipo
Perforar la memoria colectiva utilizando una familia americana tipo como centro de acogida de unos estudiantes de intercambio de algún país desconocido que se disponen, cual robots programados y educados para matar como si se le fuera la vida en ello, a planificar un atentado terrorista desde su más tierna infancia hacia buena parte de uno de esos estados que promulgan el sueño americano. ¿El sueño americano? ¡Boom!
Probablemente Palahniuk sea uno de esos que sueña perversiones y las verbaliza en estilo directo, casi sin pensar en las consecuencias. Dichas consecuencias llevan transformándose en un serial de detractores que catapultan su obra, siempre rondando temáticas de una sociología cuasi antropológica que analiza y enmarca al ser humano dentro de los estratos más bajos, heridos y magullados de la raza. Esa misma sátira retorcida, calenturrienta y macabra es la que lo ubica dentro de una familia típicamente americana: haciendo de Los Simpson, South Park y Padre de familia (tres de las series satírico-sociales sobre la idiosincrasia americana más relevantes en el mundo joven) un trabajo anatómico diminuto si lo comparamos con las descripciones crudas y hasta humillantes que Palahniuk se dedica a hacer en Pigmeo.
En realidad, “pigmeo” es el sobrenombre que el hijo de esa familia-tipo le da al Agente 67 (o el “agente-yo”, como se autodenomina de forma mecánica), uno de los adolescentes-cabecilla que se instala en dicho hogar, que desea a la hermana (“hermana-gata”, en este caso) y que odia con su más supremo deseo todo lo que América representa, pero de una forma metódica de mecánica-industrial que es, a su vez, también una crítica a este grupo de adolescentes sectarios. Palahniuk despliega todo su (sic) arsenal de bataholas y malarias, poniendo al servicio del lector un alarde simbólico perfectamente traducido, una vez más, por un Javier Calvo que es casi como el Joan Pera de Woody Allen (el doblador español del cineasta): alguien que identifica los gags, el simbolismo y el terrorismo verbal del novelista americano y transforma dicho verbo en carne desangrada.
En este caso, la intervención de borrones, de traducciones de esos pseudónimos mecánicos propinados por el propio pigmeo y una colección extrema de violaciones (en todos sus sentidos) y avances ante el miedo, la redención y la xenofobia en términos generales como arma de doble filo y guerra tanto verbal como político-social. Bonita manera de ser un antisocial.
Alan Queipo
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