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domingo, 4 de marzo de 2012

Los nombres (Don DeLillo)

Existe una cierta tendencia casi natural por la que cuando admiras a un gran artista igualas en interés todo lo que realiza, y te cuesta admitir que incluso un grande puede producir un buen puñado de obras menores, fracasadas o, simplemente, mediocres. No obstante, ante la evidencia, hasta el fan más pertinaz tiene que rendirse. Un ejemplo elocuente sería Woody Allen: dudo que ningún director del mundo haya realizado en los últimos treinta o cuarenta años tantas y tan buenas películas; no obstante, sería de necios no reconocer que Vicky Cristina Barcelona o Midnight in París no resisten ni de lejos la comparación con Manhattan, Otra mujer o Desmontando a Harry.

Los nombres no puede situarse al mismo nivel que las obras cumbres de su autor. Don DeLillo es, indiscutiblemente, uno de los más grandes del panorama literario mundial y tiene unas cuantas novelas de calidad estratosférica. La más popular y accesible, sin duda, es Ruido de fondo, una comedia familiar negrísima y una sátira implacable de la sociedad de consumo. Pero también habría que destacar la monumental Submundo, que recorre la historia norteamericana desde los años cincuenta a la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría, mezclando personajes reales -Frank Sinatra, el cómico Lenny Bruce o el sibilino director del FBI Hoover- y otros ficticios, como una artista conceptual empeñada a convertir los bombarderos atómicos B-52 en obras de arte, un directivo de una firma de reciclaje de basuras con un oscuro pasado o un psicópata que asesina a familias en las carreteras de Texas. Libra, una novela política y social mayúscula que convierte la paranoia en técnica literaria y al asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald, en un fenomenal personaje literario.  

Mao II, mi favorita, un electrizante estudio acerca de la fricción entre el individuo –representado por un escritor- y los colectivos que tratan de anularlo, de convertirlo en un integrante anónimo de una masa sometida a un ideal superior, “programado” como los terroristas y los fanáticos religiosos que llenan sus páginas. O la más reciente, Punto Omega, que ofrece una certera y terrible imagen de la oscura época que vive su país, un imperio enfrentado a su declive interior y a una guerra interminable, a partir de tres únicos personajes que apenas hacen otra cosa que charlar al borde del desierto. Todas ellas son magníficas y han ejercido una tremenda influencia sobre la narrativa norteamericana más reciente, de Foster Wallace a Bret Easton Ellis, George Saunders, Jonathan Franzen y Jennifer Egan.



Los nombres, recuperada por Seix Barral, es una obra de principios de los ochenta, previa a todas las novelas citadas, en la que el característico estilo de DeLillo –cerebral, envolvente, gélido- aún se está configurando. Ambientada en la década anterior, nos presenta una curiosa mezcla de thriller y novela de ideas protagonizada por James Axton, un analista de riesgo de una multinacional asentado en Grecia y dedicado a estudiar los conflictos de una época convulsa –terrorismo, crisis del petróleo, revolución islámica-, por lo que la acción se traslada por distintos puntos del Mediterráneo y Oriente Medio.

No obstante, los elementos de “suspense” que sirven de hilo conductor –una secta que realiza unos extraños asesinos rituales, unos cuantos personajes que no son lo que parecen- se hallan diluidos entre un montón de pasajes descriptivos acerca de los escenarios griegos y orientales, un sinfín de observaciones sociológicas y una serie de conversaciones interminables en la que todos los participantes son extraordinariamente inteligentes y brillantes, incluso el hijo de nueve años del narrador. DeLillo comete el error de tratar mostrarse elevado, “visionario”, sin interrupción, lo que le lleva a mezclar apuntes geniales (Norteamérica es el mito vivo de este mundo. No existe sentido alguno de culpa cuando matas a un norteamericano o cuando echas la culpa a Estados Unidos de quién sabe qué calamidad local.) con una ingente cantidad de cháchara seudofilosófica.

Los nombres es una novela en la que un arqueólogo, sin venir a cuento, comenta para un escritor, la locura es la destilación última de sí mismo, una versión final, por lo que resulta casi imposible recomendarla. En resumen, lean a DeLillo. Lean Submundo, Ruido de Fondo, Mao II, Libra. Merece muchísimo la pena. Pero no empiecen por aquí.

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