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viernes, 4 de mayo de 2012

Munch en la sección errónea

La expectación en la sala de Sotheby’s de Nueva York era enorme el pasado miércoles. El resultado colmó todas las expectativas: una de las cuatro versiones de El grito, de Edvard Munch, pulverizó el récord anterior y se convirtió en la obra de arte vendida en subasta más cara de la historia: 119,9 millones de dólares (91,2 millones de euros). Fueron 12 minutos de puja en los que cada indicación al maestro de ceremonias valía un millón de más. Una orgía de dinero en toda regla.

Toda la prensa mundial se ha hecho eco del acontecimiento y ha coincidido en una cosa: situar la noticia en sus secciones de Cultura. Muchos lectores también, de todos los rincones, se preguntan lo mismo: ¿No es la sección equivocada? ¿No habría tenido más lógica insertar la crónica de esta venta millonaria en la sección financiera? El debate no es novedoso, pero la crisis que atenaza a toda Europa es un ineludible acicate para cuestionar este tipo de intercambios artísticos, que, como todos los artículos de lujo, no sufren los embates de los recortes y los endeudamientos, sino todo lo contrario.

En 2011, el consumo de bienes de lujo aumentó un 25% en España respecto al año precedente y todos los datos indican que dicho consumo sigue aumentando. Ello no quiere decir que la persona que compró El grito tenga que ser un coleccionista español. No. El fenómeno del lujo es universal en esta crisis y la identidad del comprador, como suele ser habitual, no se ha facilitado, lo que conduce a otra cuestión no menos interesante que la buena salud de la economía de los adinerados. El dueño de esta versión de El grito es un millonario noruego llamado Petter Olsen, de 64 años, cuyo padre era amigo y vecino del famoso pintor.

Olsen dice que el cuadro ahora vendido era demasiado bello para seguir confinado en el salón de su casa y que venderlo es una forma de ofrecer al resto del mundo la oportunidad de tener y apreciar tan sublime obra, pero, dado que, aparentemente, ha caído en manos de otro millonario particular y no de un museo, es de temer que el público deba esperar a la siguiente crisis económica para que este último se decida a ponerlo de nuevo a la venta para sacarle provecho.

EL PAÍS.

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