miércoles, 19 de diciembre de 2012

El tango de la guardia vieja

Si la literatura es una forma de evadirse de la realidad, de escapar de lo cotidiano, El tango de la guardia viejaes el mejor billete de ida y vuelta que encontrará a día de hoy en las librerías. Un viaje en el tiempo, la historia de una pasión, el relato de un pícaro, un vividor, un perdedor enamorado de una bellísima mujer, independiente, atrevida e inteligente.

La historia de Max Costa y Mecha Inzunza, es la crónica de una historia de amor imposible, de sexo, de espías, de un ladrón de guante blanco y un collar de perlas, de odios y rencores, pero por encima de todo, un relato sensacional sobre el paso del tiempo y su devastador resultado, sobre las arrugas que este deja en la piel y en el alma.


Novela excepcionalmente documentada, un derroche de sobriedad narrativa, con diálogos soberbios que además de dar voz a la historia, dan continuidad y permiten que la trama avance, magníficamente ambientada, y como ya es marca de su autor, con un extraordinario dominio del lenguaje al alcance de muy pocos. 


Pérez-Reverte, nos hace entrega, además, de su novela más visual, la más cinematográfica, en la que música y moda juegan un papel muy destacado y se convierten en personajes secundarios imprescindibles. (Leer El tango de la guardia vieja en eBook y ampliar información sobre la época, los trajes y vestidos, y sobre cantantes, canciones y música, logra sumergirte en la historia como pocas ficciones consiguen).


Terminar el relato es concluir un viaje, un hipnótico e inolvidable viaje al arrabalero Buenos Aires de finales de los años 20, a la incertidumbre y los rencores de la Riviera en el 37, y al glamur de la costa Amalfitana de mediados de los 60. Pasar la última página provoca en el lector la sensación de abandono, de volver a estar solo, de perder definitivamente y para siempre el contacto con un amigo, el chófer del doctor Hugentobler, un amigo que una vez hace muchos años, mientras tomábamos un Negroni en el bar Fauno, nos contó el relato de su vida y su maravillosa historia de amor con una mujer, Mercedes Keller, la madre del gran y joven maestro chileno del ajedrez.


Ya solo queda abandonar la habitación del Grand Albergo Vittoria y emprender, sin Max, el viaje de regreso a casa…


Sin ninguna duda la mejor novela de Arturo Pérez-Reverte. Soberbia. 


José Luis Ramírez (Quelibroleo)


viernes, 7 de diciembre de 2012

Taller de fotografía "Campecho"




TALLER DE FOTOGRAFÍA CAMPECHO


"OJO DE QUIJOTE"

Del viernes 18 al Domingo 20 de Enero

Fotografía Digital "Iniciación"


Si te apasiona este mundo, tienes una cámara fotográfica (preferiblemente réflex, aunque no es obligatorio) pero no sales del modo automático. Aquí tienes una oportunidad de experimentar y conocer este apasionante mundo. Veremos estos apartados con teoría y practica:


- Conceptos básicos de fotografía.
- Conoce tu cámara.
- Composición.
- Enfoque tiempo, Apertura, Profundidad de Campo, ISO, etc...
- Larga exposición y nocturna.
- Estudio fotográfico con Material de Reciclaje.
Y más conceptos que puedan surgir.

- Viernes a las 20:00 a 22:00 de la tarde.
- Sábado de 10:00 a 14:00 de la mañana.
- Domingo 10:00 salida por la mañana. Para finalizar a la hora de comer un buen Ajo y sus correspondientes tajaillas con pan y vino.

Precio taller: 3 €.
Inscríbete en el correo de la asociación: correocampecho@gmail.com 
Indicando: Nombre y apellidos, edad y teléfono.

Con lo aprendido en este taller pretendemos animaros a participar en lo que sera el 1ª Marathon Internacional de Fotografía "OJO DE QUIJOTE". 

Fuente: campechos.blogspot.com

martes, 4 de diciembre de 2012

'Una metamorfosis iraní' o la kafkiana desventura de un periodista censurado

Pocos ejemplos tenemos de cómic iraní excepto la magna obra ‘Persépolis’ de Marjane Satrapi. Tal vez sea porque el gobierno de ese país no se encuentre entre los más democráticos del planeta. 

Si Satrapi aprovechaba en su obra para contar su historia y la de su país, con las luces y las sombras de la revolución islámica, la novela gráfica de la que hoy hablamos va un paso más allá. 

 En ‘Una metamorfosis iraní’ asistimos al testimonio real del autor, Mana Neyestani, que por culpa de unos dibujos en un semanario juvenil, ve cernirse sobre él el terrible peso de la censura y la represión política del régimen islámico. Todo por haber presentado unos dibujos en los que inocentemente una cucaracha usaba una palabra de uso común para la etnia azerí, que se ha sentido insultada por ese tratamiento. 

 La referencia a Kafka no es gratuita, obviamente. A partir del momento de la publicación de esos dibujos, el autor entrará en una espiral burocrática que le llevará a la prisión preventiva e indefinida y a un destino cada vez más incierto. En primera persona, y con una gran capacidad discursiva, Neyestani nos explica su odisea a través de las cárceles de su país (la situación de aislamiento, la incompresión de una situación injusta, el trato con todo tipo de presos, la locura de algunos de ellos…) y su posterior y complicada huida del país, que termina siendo un exilio en toda regla. 

 El estilo de Neyestani es sencillo, no especialmente oscuro ni abigarrado, y a pesar de no parecer encajar bien en un principio en el tono de la obra, finalmente resulta el más acertado para contar una historia cercana y a la vez inquietante. ‘Una metamorfosis iraní’ se convierte en una terrible, y aún así necesaria obra, y nos recuerda el papel de la cultura como bandera de libertad que, todavía hoy, cuesta enarbolar en según qué sociedades. 


 ‘Una metamorfosis iraní’ 
Mana Neyestani I
SBN: 978-84-7833-992-1 
Ed. Cartoné. 
204 pgs. 
B/N.
 Editorial La Cúpula

papelenblanco.com

viernes, 30 de noviembre de 2012

Splash!! La Aventura del Conocimiento


En el trabajo del Artista hay muchas veces dos o más vertientes: la alimenticia y la experimental. En esta ocasión presento el lado investigador.

La atalaya desde donde oteo el mundo. Con mi trabajo trato de sublimar la vida cotidiana trato de arrojar luz al mundo de la percepción y de los sentidos.

Esta muestra esta compuesta de ocho piezas en gran formato y entre ellas un tondo. La técnica que utilizo en estos cuadros esta basada en el dripping con connotaciones Dadaistas: el automatismo, la tensión, el reciclaje, lo inquietante, la psicodelia, etc., como valores forman parte de los ingredientes de esta técnica mixta.



Estos cuadros son la primera vez que salen del estudio para una exhibición pública, algunos de ellos de reciente creación. El más antiguo se remonta hasta el año 1986 y en todos ellos se percibe la influencia de la Abstracción Geométrica con un toque Pop.


Splash!! La Aventura del Conocimiento

by Miguel Medina

Inauguración: 20:00h próximo día 15 de Diciembre de 2012.

Multisala Rural Campecho

Callejón de la Tejera, Villanueva de los Infantes

13320 Ciudad Real


+ info en:

martes, 27 de noviembre de 2012

Nick Cave & The Bad Seeds anuncian el lanzamiento de su 15º disco




Tal y como apuntaban los rumores, Nick Cave & The Bad Seedsestarán de vuelta en 2013 tras la desactivación temporal del proyecto Grinderman. El 18 de febrero llegará a las tiendas su 15º álbum, “Push The Sky Away”, pero antes, el próximo lunes, podrá escucharse su primer sencillo, “We No Who U R”. Según una nota de prensa, éste es el más “sutilmente bello” de todos los discos grabados por el súper grupo australiano. Ha sido producido por Nick Launay y grabado en La Fabrique, un estudio acomodado en una mansión del siglo XIX en el sur de Francia. “Si tuviese que utilizar la gastada metáfora de que un álbum es como un niño, entonces ‘Push The Sky Away’ sería como el bebé fantasma en una incubadora y los loops de Warren Ellis su pequeño y tembloroso corazón”, ha escrito Cave.
El disco ya está disponible para reserva en la web de Nick Cave en distintos formatos. El más goloso de ellos es el Super Deluxe Box Set, que como su propio nombre indica es una caja impecablemente diseñada con multitud de anotaciones, disecciones canción por canción, decenas de versos no utilizados, fotografías, el álbum en CD y vinilo de 180 gramos, un DVD con visuales, dos siete pulgadas con bonus tracks y una réplica de la libreta de notas de 120 páginas de Nick Cave. A un precio más reducido también se podrá adquirir el pack CD/DVD en edición limitada, que viene acompañado por un libro de tapa sura con 32 páginas en las que se reproducen a mano las letras de las canciones.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Agustín García Calvo D.E.P



El filósofo y dramaturgo Agustín García Calvo ha fallecido esta mañana a los 86 años, según han confirmado a Europa Press fuentes próximas al escritor.
García Calvo nació en Zamora el 15 de octubre de 1926 y a lo largo de su extensa obra ha sido reconocido con diferentes premios, entre ellos, el Premio Nacional de Ensayo en 1990 gracias a 'Hablando de lo que habla. Estudios de lenguaje', una recopilación de sus artículos.
Además, el escritor ha sido galardonado con el Premio Nacional de Literatura Dramática en 1999 por 'La Baraja del Rey don Pedro' y con el Premio Nacional al conjunto de la obra de un traductor en 2006.
Sus obras más destacadas en el ámbito del pensamiento son 'Lecturas presocráticas', 'Lecturas presocráticas II. Razón común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito', 'Contra el tiempo' y 'De Dios y Contra la Realidad', aunque también escribió otras obras centradas en la poesía, artículos y colaboraciones con los medios de comunicación.
En relación con su obra teatral habría que destacar 'Rey de una hora'; 'Tres farsas trágicas y una danza titánica'; 'Pasión. Farsa trágica'; 'La rana y el alacrán' o 'Loco de Amor'.
Finalmente, entre sus trabajos también está el encargo que recibió del primer presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, para escribir el Himno de la Comunidad, por el precio simbólico de una peseta. Agustín García Calvo fue un escritor reconocido a nivel provincial, regional y nacional, con discípulos como Fernando Savater.

Agustín García Calvo participó en las Jornadas Literarias 2011 como ponente, desde la Asociación Luciérnaga queremos expresar nuestras más sinceras condolencias por este reciente fallecimiento.
D.E.P.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Cenital

¿Y cómo vengo yo a recomendar este libro? Con la que está cayendo, con el mal cuerpo que se le pone cada día a cualquier ciudadano medianamente consciente cuando repasa las noticias, y les pido encarecidamente que lean Cenital. Un libro en el que Emilio Bueso se pone el disfraz de profeta apocalíptico sin concesiones, en el que recoge todos los fantasmas que entrevemos con el rabillo del ojo y los combina para producir casi 300 páginas demoledoras, sin fisura para la esperanza. Pero mi recomendación tiene dos anclajes sólidos: en primer lugar, el libro es bueno. 

Tal vez una de las cinco mejores novelas españolas de ciencia ficción de la historia, aunque con el veredicto en parte pendiente a causa de la estrecha relación con la realidad actual de la historia. En segundo, creo que es positivo que, en el contexto actual, todos seamos ciudadanos lo más conscientes posible. De lo que nos jugamos, de quiénes somos en el fondo de nuestras tinieblas, de donde podemos ir si un buen día se terminan todas las razones para que los ricos den trabajo a los obreros, los bancos presten dinero a los ciudadanos o los gobiernos cuiden de los desvalidos. 

Vale, quizá no debería haber escrito esto. La novela se estructura en capítulos de distinta naturaleza: unos son simples discursos que su protagonista, Destral, fue colocando en su web en el proceso hasta la creación de su ecoaldea independiente, Cenital, en busca de socios que compartieran su visión de la caída de la sociedad por la crisis económica y el agotamiento del petróleo. Otros capítulos son descripciones de esos compañeros, todos conocidos por sus nicks de internet, y cómo se fueron incorporando al proyecto. Finalmente, se intercala un argumento central, que en rigor apenas ocupa un tercio del relato: un posible ataque exterior para hacerse con los modestos recursos acumulados por el poblacho de Cenital, que nos sirve también para conocer la forma de vida sostenible, pero repleta de limitaciones, que desarrollaron sus miembros. Bueso se arma para todo ello de una documentación amplia que distribuye sin fatigar, y exhibe con inquebrantable convicción. 

Sus personajes protagonistas son sólidos y guardan secretos para el final que les enriquecen aún más en el recuerdo; los secundarios demasiado tremendistas los dosifica para no perder verosimilitud por sus excesos. Y es en particular encomiable que para la resolución guarde una bomba de cinismo que aleje cualquier tentación de señalar su discurso como maniqueo, cuando es sobre todo misántropo, nihilista. Debo reconocer que una y otra vez, como lector, se me planteaba la comparación de Cenital con la mejor novela sobre el fin del mundo jamás publicada: La carretera, de Cormac McCarthy. No cometeré el exceso de poner a Bueso a la altura de un libro que, posiblemente, sea el más relevante que se ha publicado en lo que va de siglo en cualquier género literario. Sin embargo, me gustaría señalar que los aciertos principales de McCarthy —a sugerencia, la incertidumbre, el intimismo— son cualidades que han sido deliberadamente desdeñadas en la elaboración de Cenital, convirtiendo su redacción en un tour de force con dificultades adicionales. Cenital es un documento en el que, cosa infrecuente en la ciencia ficción, todo está explicado, y en el que por tanto no conseguimos la magia de McCarthy de temer visceralmente por los personajes, sino que lo hacemos sobre todo por nosotros mismos como eventuales protagonistas de los mismos acontecimientos. 



Tal vez las dos novelas se desarrollen en el mismo mundo, en distintos lugares y momentos; pero McCarthy buscó —y obtuvo— sobre todo un efecto literario gracias a un escenario, mientras que Bueso se arriesga a resultar menos sofisticado al ser más explícito, y alcanza con ello un objetivo totalmente distinto. El problema ante una novela tan demoledora como Cenital es que resulta tentador recibirla con una risita nerviosa y apartarla de la vista con el gesto que reservamos a los orates. 

Es insensato pensar que la literatura prospectiva puede tener una función profética; pero sí forma parte de su naturaleza, en el caso de sus obras más trascendentes y socialmente pertinentes, el carácter admonitorio, que estaba en el trasfondo de 1984 o Todos sobre Zanzíbar como lo está en el de Cenital. Si lo que aquí va a leer le resulta exagerado, envíese un email a su yo de 2007 con un pequeño informe de la situación en las últimos semanas. A lo mejor, desde esa perspectiva, ya hemos recorrido una cuarta parte del camino, tranquilamente. Y para evitar los accidentes, nada mejor que tener una visión clara de las posibles rutas que aguardan por delante, ya que los medios de comunicación y los políticos se empeñan en cambiar la señalización a cada soplo de viento de los auténticos poderes.


Crítica por: Julián Díez / Latormentaenunvaso

jueves, 18 de octubre de 2012

Verdades Verdaderas


Que un joven realizador elija para su ópera prima un tema anclado en el contexto de la última dictadura militar en Argentina; adopte el poco frecuente formato biográfico (biopic) y además situado sobre el eje de un personaje no fallecido, crea una serie de prejuicios respecto de la forma de abordaje. Porque acecha siempre el riesgo de caer en defectos frecuentes del cine nacional reciente, como el acartonamiento y la manipulación. Algo que afortunadamente no ocurre en la asombrosa película de Nicolas Gil Lavedra, quien con sutileza poco frecuente y madurez supera el riesgo de trabajar con una historia dolorosa y delicada.

“Verdades verdaderas...” reconstruye la vida de Estela de Carlotto, desde que era una simple ama de casa, madre y docente en la ciudad de La Plata hasta convertirse en presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo.
Lo hace apelando a una narración clásica, que no enfatiza el costado épico del relato, sino que busca contar una trayectoria paradigmática a partir de los momentos íntimos de una familia de clase media; en particular, de quien en los años setenta era una mujer para nada comprometida con el explosivo clima político de la época, hasta que sufre el secuestro de su hija Laura, de quien se entera que estaba embarazada y dio a luz en cautiverio.

El mérito de la película es alcanzar un tono propio desde lo técnico y artistico, distinguiéndose así del abundante corpus de películas sobre temas semejantes. Para esto cuenta con una sólida narración que va y viene en el tiempo (de los setenta al 2009), con un excelente trabajo de ambientación y maquillaje, para la reconstrucción de época. La dirección cuida en lo posible que lo que ya se mostró sobre el tema, el espectador no lo tenga que volver a ver, resignificando las cosas sin repetir, buscando originalidad en la manera de contar, lo que hace de modo clásico, con necesarios quiebres de la linealidad por los saltos temporales que le dan ritmo a la crónica de una tragedia familiar y de cientos de familias argentinas de esa época.

El tono de la película es emotivo y dramático, sustentado en un guión equilibrado para seguir tanto los largos momentos de calvario y lucha, como los fugaces momentos de felicidad hogareña y las pequeñas alegrías que fortalecen el alma para seguir adelante.


 Un dignísimo homenaje desde el buen cine y que (a su vez) permite a Susú Pecoraro demostrar que es una de las mejores actrices de su generación.


Párrafo aparte para las estupendas actuaciones, donde Susú Pecoraro inmejorablemente le pone el cuerpo y el corazón al personaje de Estela, acompañada por un elenco memorable de grandes actores, donde se destaca Alejandro Awada, conmovedor en el rol del marido, y la sólida Inés Efron, como Laura, la hija.

Enfocar la historia de Estela de Carlotto básicamente como una historia de amor y esperanza es uno de los mayores méritos de la película, que trabaja en una cuerda sensible pero sin excederse en sentimentalismos. Contenida y moderada, puede achacársele cierta falta de ritmo o lo extemporáneo de los inserts finales, donde aparecen personas reales y no personajes, rompiendo la cohesión cinematográfica del resto. 

Pero más allá de lo que pueda opinarse respecto de estas decisiones narrativas o su poco afortunado título de rima casi infantil, sobran motivos para elogiar esta historia que busca momentos formales muy logrados, acordes con su guion que evoluciona como su protagonista, desde la tragedia personal a la lucha colectiva en un conflicto que va de lo particular hacia lo universal, dejando un emotivo homenaje a las mujeres que se hicieron heroínas sin pretenderlo.

FILMAFFINITY

martes, 9 de octubre de 2012

Bioy


Llega este libro a casa con una nota de prensa* mordida entre sus páginas. En realidad es un completo dossier en el que se anuncia que Bioy, del escritor peruano Diego Trelles Paz (1977), es la novela ganadora del premio Francisco Casavella 2012. No faltan tampoco las frases laudatorias de rigor. Trelles, dicen, es Mario Vargas Llosa si éste tuviera treinta años. Por fin, exclama el dossier, aparece un heredero digno de Bolaño. Llega este libro a casa, decía, con esta guarnición y automáticamente desconfio.
Creo que a estas alturas el marketing ya no nos puede pillar por sopresa. Al revés, suele tener un efecto contrario al que se busca: un exceso de adjetivos, de alabanzas de escritores consagrados, me provoca, en general, la huida. Me sorprenden siempre las ediciones americanas porque no suele faltar en las portadas una frase impactante y entrecomillada. Me gustan las portadas que atraen por un diseño trabajado o a las que llegas por el azar. Y en general compro libros recomendados por otros lectores (amigos o profesionales). Sin embargo, con tantos libros publicados al año es difícil que una editorial deje nada a la suerte o al boca a boca. De ahí, las fajas en rojo recordando que el libro va por la decimoquinta edición. Pero al ser un escritor joven al final puede más la curiosidad y un poco, lo reconozco, la mala baba. Descubramos, desenmascaremos al heredero de Bolaño.
Y lo cierto es que Trelles se ha cargado los prejuicios con su prosa pulida y afilada, y con una trama que se va revelando a trozos y en boca de distintos personajes. Quizás es ahí donde surja tímidamente el Bolaño de ‘Los detectives salvajes’, en esas voces como fichas que al final se unen perfectamente en un puzle. Ese es un primer punto a favor: sí, la novela está bien cocinada y Trelles nos la sirve en su punto, todavía rosada, aunque deconstruida, como parece que mandan los tiempos. Se mastica con facilidad.
‘Bioy’ está dividida en cuatro partes pero casi todo gira en torno a la tortura de una mujer por un comando militar en plena lucha en Perú contra Sendero Luminoso. Hay saltos en el tiempo, de un personaje a otro. Trelles cambia de registro, pasa de la primera a la tercera persona, usa recursos cinematográficos y hasta imita la escritura de un blog. Hay violencia y poco sitio para las concesiones. Hay, inevitablemente, un juego metaliterario final. ‘Bioy’ quiere ser, ante todo, un ejercicio de estilo.
Se agradece el esfuerzo y en la mayoría de ocasiones sale airoso. Especialmente lograda me parece la segunda parte, más lineal y sencilla, más clásica: el diario de un policia infiltrado en una banda de narcos. Es donde mejor respira la novela. Quizás tanta fractura pese y se traduzca en la falta de entidad (por falta de espacio) de algunos personajes. Alguna página más creo que no hubiera sobrado.
A ese primer peso la añadiría otro: la tercera parte no acaba de cuajar porque es otra cosa completamente distinta. La novela frena y se mete en una farragosa sucesión de artículos (formato blog) en los que se habla de literatura y de sexo. Sí, están escritos por un personaje fundamental, pero son como un objeto extraño en las tripas de la novela. Y molesta. Da la impresión de que Trelles necesitaba meter algo de enjundia para darle peso a su novela policiaca. Creo que no hacía falta, creo que son unas páginas que se podían haber aprovechado para apuntalar el resto de personajes, especialmente la figura de Bioy.
Dicho esto, ‘Bioy’ es una novela conseguida, que se mantiene a flote, y Trelles un escritor que apunta maneras. Tendrá tiempo de demostrarlo. En mi caso, además de hacerme pasar un buen rato, ha conseguido que desconfíe un poco menos (sólo un poco) de las fajas de colores y de las frases entrecomilladas.

papelenblanco.com

viernes, 21 de septiembre de 2012

Los 80 que nunca se fueron


Hace unos días, en el encuentro digital con los lectores que mantiene quincenalmenteDiego A. Manrique en esta casa, le preguntaron de forma directa por un buen disco de pop y éste recomendó sin titubear el “Big Station” de Alejandro Escovedo. Y es que, aún estando en 2012, algunos de las mejores novedades siguen viniendo firmadas por músicos relativamente desconocidos que llevan varias décadas en la palestra, aunque sea con un perfil entre lo discreto, lo marginal y la apañada etiqueta “de culto” (que, según a quién preguntemos, será una cosa u otra).

En 1982, Escovedo había dejado los Nuns para unirse a Rank & File, la banda de los hermanos Kinman en la que comenzó su larga y próspera carrera en el rock americano, que en aquel año sacaba su estupendo debut “Sundown”. 30 años después, Escovedo sigue aquí. Nunca ha vendido mucho ni ha tenido una gran cobertura mediática, pero aún se puede recomendar su último disco sin dudar.
Como él, decenas de bandas y músicos que definieron el rock alternativo y/o independiente de aquella década, más cerca o más lejos de un revival que, en su caso, fue más una reinterpretación que el chaparrón de miméticos revivalistas que están tan de moda. Green On RedDream SyndicateGiant SandThe BlastersBeat FarmersRain Parade,Jason & The Scorchers o Long Ryders, entre otros, podían beber del country o del rockabilly, de la Velvet Underground o de J.J. Cale, pero no eran un puñado de imitadores. Y 30 años después, suenan mejor que nunca, sin haber caído en reconversiones o giros oportunistas al hilo de modas y tendencias. Si funciona, no lo arregles. 

Modernos y anti-modernos coinciden; contra todo pronóstico, los 80 están de vuelta desde hace unos años. Pero, en lo que al rock americano se refiere, no es necesario remitirse a veinteañeros como los que han redescubierto lo de acudir a teclados y sintes para invocar el post-punk o la new wave. La mayoría de los principales responsables de las oscuras obras maestras del llamado Nuevo Rock Americano siguen en danza, grabando regularmente y girando incansablemente por salas pequeñas y vespertinos horarios festivaleros.

Por citar algunos ejemplos de los últimos meses, aparte de EscovedoHowe Gelb –asiduo visitante de nuestro país– ha publicado el monumental “Tucson” con sus Giant Sand, rebautizados para la ocasión de la única forma en la que un gusano gigante podría ser más grande: Giant Giant SandChuck Prophet, guitarrista y co-líder de los impresdincibles Green On Red acaba de estrenar disco también, el último de una larga serie de albumes impecables facturados casi a ritmo anual. Los Coal Porters, banda fundada por Sid Griffin tras el desmantelamiento de The Long Ryders a finales de los 80, estrenan disco este mismo mes, producido por el gran John Wood, mientras que Dan Stuart, fundador de Green On Red, sacó este verano su primer álbum en solitario desde 1995.
Precisamente este verano, Dan Stuart encandiló a propios y extraños en un solapado concierto en el Azkena Rock Festival que hizo clamar a muchos que el músico merecía mucho(s) más escenario(s). Dicho y hecho: Stuart comienza gira por España esta semana, abriendo en el Café Berlin de Madrid mañana miércoles, para seguir en Loco Club de Valencia el jueves 20, la sala Azkena de Bilbao el viernes 21 y cerrando en Sidecar de Barcelona el sábado 22.  
En noviembre también visitará nuestro país otra de las veteranas bandas de los 80 que siguen en una forma envidiable: Blue Rodeo. Por circunstancias geográficas (son canadienses) no se les considera parte del NRA, pero su música y su trayectoria son paralelas a dicha generación. Su directo es un auténtico alarde de clase y buen gusto, y así quedará demostrado el martes 6 de noviembre en el Teatro Lara de Madrid, elmiércoles 7 en la sala Custom de Sevilla, el jueves 8 en Loco Club de Valencia, elviernes 9 en Sidecar de Barcelona y el sábado 10 en Jimmy Jazz de Vitoria.

Entre estas dos giras tendrá lugar una de las citas más importantes de la temporada: la inesperada reunión de The Dream Syndicate, que celebrarán el 30 aniversario de su obra maestra “The Days Of Wine And Roses” con cuatro conciertos en España. Steve Wynn, líder de la mítica banda, siente predilección por nuestro país y, según afirma, esta será la primera vez que se sube a un escenario junto a Dennis Duck y Mark Walton para tocar estos temas desde el último concierto de la formación en 1988.


La celebración comenzará en Barcelona el próximo viernes 21 dentro del BAM (conWynn y los suyos compartiendo escenario con los fabulosos Howlin’ Rain) continuará en la sala Wah Wah de Valencia el sábado 22, en la sala El Sol de Madrid el martes 25 y llegará al teatro Lloseta de Mallorca el jueves 27. El último concierto de esta especial gira de aniversario será el sábado 29 de septiembre en Bilbao dentro del Walk On Project Festival, en un auténtico delirio de rock americano coprotagonizado por los Jayhawks ySoul Asylum (otra excelente banda, algo olvidada, de la que Ryan Adams escribió: “sueño con un día en el que bandas como esta regresen de las sombras (…) A todas las grandes bandas de rock’n’roll perdidas de mi pasado (…) cada noche mi tocadiscos arde con vuestras canciones”).
Este apoteósico cierre promete ser muy especial. La excelente relación de Wynn con la banda de Gary Louris y Mark Olson augura momentos memorables sobre el escenario, y no es descabellado fantasear con posibles colaboraciones improvisadas. Además, el cariz benéfico del festival (impulsado por una plataforma para la información, sensibilización e investigación sobre las enfermedades neurodegenerativas) aporta un marco y proyección al evento que va mucho más allá de la música.

30 años después, aún golpean con fuerza los escenarios pequeños, medianos y, si se lo permiten, grandes. Es natural cuando llevas tanto tiempo en la carretera, escribiendo canciones que se cuelan en la historia de la música por la puerta de atrás y conquistando con las manos desnudas a todos los que saben que el rock americano no murió en los 80. Alguien tiene que contar su historia y, afortunadamente, la mayor parte de ellos no parecen muy dispuestos a retirarse.





jueves, 20 de septiembre de 2012

¿Hemos perdido la fe en J.J Abrams?

Se acaba de estrenar “Revolution”, un nuevo producto de la factoría de ciencia-ficción apocalíptica de J.J. Abrams sobre un mundo futuro sin energía. Pero no convence. ¿Hemos empezado a perder ya la fe en el creador de “Perdidos”?



J.J. Abrams. Añade estas palabras mágicas a los créditos de una serie y la naturaleza se encargará de que los focos se posen en tromba sobre tu marquesina. Y sin preguntar… Bueno, al menos esto es lo que acontecía hasta no hace mucho. El nombre del director de “Super 8” ha sido durante largo tiempo un potentísimo imán que ha atraído cual agujero negro a todos los freaks de la series, atrapados en los vericuetos metafísicos de “Perdidos” y necesitados de ese chute sin igual de misterio, drama, física extrema y épica religiosa. Después de haber dejado dos títulos de entidad como el drama estudiantil “Felicity” y la magnífica epopeya de espionaje “Alias” –dos clásicos televisivos en su género–, Abrams se embarrancó en el abrumador e inesperado éxito de “Lost”, más que una serie, un icono, una religión, una nueva forma de entender la tele y desmenuzar sus mecanismos de ficción. Un monstruo de humo negro que devoró a su propio padre.


Con el adiós de la isla encantada, el aura mesiánica del ídolo comenzó a desintegrarse como un castillo de naipes expuesto a los elementos. De hecho, su único acierto post-“Perdidos” es “Fringe”, serie imprescindible para los amantes de la ciencia-ficción, aunque demasiado apegada a la liturgia geek como para arrastrar a sus realidades paralelas a todos las masas de seguidores de Locke, Sawyer y compañía. A partir de este punto, cada año hemos vivido varias anunciaciones, serafines con trompetas mediante, que nos advertían sobre el resurgir del profeta televisivo. “¡Por fin, lo nuevo de Abrams!”, “¡Abrams vuelve con la próxima Perdidos!”, “¡Abrams ya está aquí, y solo se salvarán los que han creído en él, no vosotros, pecadores, sarracenos, infieles, apóstatas!”. Pues ya no cuela, oiga.
Lo cierto es que el distintivo Abrams, otrora sinónimo de calidad e innovación, ha ido perdiendo empaque a fuerza de ser incluido, a la sopa boba, en infinidad de subproductos insultantes. La sobreexplotación de su apellido han derivado en lo que cabía esperar: las dudas. ¿Es Abrams realmente el genio que nos intentaron vender, o un tipo que presta su heráldica a las cadenas para sacar tajada aprovechando las rentas de un solo hit? Uno no puede evitar pensamientos sucios de esta índole; de hecho, después de fracasos tan estrepitosos como “Undercovers”“Alcatraz” o “Person Of Interest”, no son pocos los que se han atrevido incluso a poner en entredicho el papel y aportación del gurú como supuesto ideólogo de “Perdidos”.


Y en un momento en que la fe “abramsiana” está más horadada que los calzoncillos de Pete Doherty, llega lo que parece el último intento por recuperar el feeling “Lost”, con nuestro hombre incluido en los créditos a modo de productor. La maquinaria de la NBC se ha puesto manos a la obra para dejar bien claro que “Revolution” –que estrenó anoche el canal digital SyFy para España– es la estocada definitiva, y que los huérfanos de “Perdidos” ya pueden dejar de automutilarse los antebrazos con hojas de afeitar oxidadas. Admito que me convencieron los avances, pero la excitación se ha desvanecido después de catar un episodio piloto desaborido y urgentemente necesitado de una buena dosis de punch. Cabe decir, por otra parte, que tampoco hay que ensañarse con Abrams, por muy bien que siente darle estopa; parte de la culpa la comparte con el creador de la serie, Erik Kripke, padre también de la mediocre y longeva “Supernatural”.
La idea de partida de “Revolution” es de lo más estimulante. En una era de adicción a la tecnología, la serie nos propone un futuro apocalíptico en el que no hay energía, no hay electricidad. Un apagón mundial de trágicas proporciones que ha transformado por completo el ADN social y las estructuras de poder de la humanidad. Como cabía esperar, los escenarios son espectaculares y los pasajes de acción están rodados con buena muñeca. En el apartado técnico, el episodio piloto, dirigido por Jon Favreau, aprueba con holgura.
El problema es que el desarrollo de la historia sabe a chicle mascado desde el comienzo. “Revolution” no es ni mucho menos revolucionaria, antes al contrario, se revela como una serie amarrada al tópico, con giros previsibles y una exposición argumental plana, sin chispazos que te dejen paralizado, sin un solo elemento que te haga sentir el pálpito de estar viendo una buena serie de ciencia-ficción, algo grande. Y aunque los geeks agradecerán las constantes referencias y homenajes al género –ahí está la familia Matheson, por ejemplo–, el bulto de la serie no es más que una idea jodidamente buena desaprovechada solo para contentar el cerebro reptiliano del espectador, el mismo que pide peleas, persecuciones, malos, buenos y palomitas para microondas. Ni siquiera convence el casting, que como único reclamo de calidad tiene a un Giancarlo Esposito comprometido con la causa.



Sólo veo una forma de salvar esto y convertir una serie fast food en algo parecido a un delicatessen mainstream. Cuanto antes entren en harina los guionistas y nos muestren como Dios manda las razones que han ocasionado el crack energético, antes nos engancharemos a un desarrollo que, como folletín de acción post-apocalíptica, no le llega a la suela del zapato a productos similares y mucho más modestos, verbigracia, la serie de culto “Jericho”.
Admito que si cotejamos “Revolution” con los futuros devastados más inmediatos de la televisión yanqui, la soporífera “Falling Skies” y esa “Terra Nova” que bien podría llamarse Terra Mítica, no hay más remedio que vislumbrar sus virtudes, pero dentro de la televisión actual, no deja de ser un entretenimiento de rebajas en un mercado lleno de ficciones de alta costura. A menos que la cosa mejore dramáticamente, cuesta horrores pensar que los espectadores vayan a perder el tiempo con esto, disponiendo de una parrilla con semejante volumen de calidad y tantos títulos que seguir ciegamente. Por cierto, leo antes de poner fin a estas líneas que J.J. Abrams está preparando una serie de robots y policías. ¿Una mezcla de “Robocop” y “Canción Triste de Hill Street”? Por pedir que no quede.

Óscar Broc (PlayGround Magazine)

martes, 11 de septiembre de 2012

Las fuentes del afecto


Aunque Maeve Brennan (Dublin 1917 - Nueva York 1997) fuera hija de embajador y viviera durante casi toda su existencia bajo la protección del glamour neoyorquino, consigue en Las fuentes del afecto que su mirada sobre los aspectos más sórdidos de su país y, también, sobre los rincones más tenebrosos —y, por otro lado, frecuentes— de la naturaleza humana sea absolutamente creíble. Además logra un libro unitario pero no monótono: los relatos que componen este fresco de la vida irlandesa son sin duda parecidos pero resultan complementarios, tanto como lo son las novelas de Faulkner. 

Es decir, Brennan crea un mundo (aunque sin pretensiones de totalidad), habitado por personajes que deben confrontar la vida, eludiendo así la monotonía (uno de los mayores peligros del libro de relatos). Son textos escritos por una voz similar, aunque ni mucho menos idéntica. Son relatos que podrían calificarse como costumbristas y tal vez lo sean pero su costumbrismo es similar al de su compatriota James Joyce, un costumbrismo que logra la universalidad porque sus personajes, aunque no vivan historias insólitas y habiten en la cotidianeidad —muchas veces sórdida, muchas veces sorprendente pero siempre cotidianeidad— son al mismo tiempo complejos y universales y transmiten sentimientos complejos y asumibles como propios por la mayoría de los lectores. Sentimientos, además, mostrados con una sencillez asombrosa, pese a que en muchos casos rocen la atrocidad. 

Así comienza el relato titulado "El ahogado": «Cuando su esposa murió, el señor Derdon estaba ansioso de entrar en el dormitorio de ella, mirar a su alrededor con la puerta cerrada y sin nadie mirándolo ni preguntándole cómo se sentía. No era ansiedad, ni pesar, ni ninguna sensación dolorosa, ni anhelo o añoranza, aquello que le llevaba a la habitación, sino pura curiosidad».

Como parece obvio, la sencillez de la prosa de Brennan no debe confundirse con simplicidad o estupidez. Es la suya una prosa nítida, que no cae en alardes innecesarios y cuya falta de aparente carácter permite que mantenga la frescura durante todo el libro. Es esa habilidad para mirar y encontrar sentido donde muchos no hallarían nada es lo que confiere auténtico carácter, auténtica distinción, a su prosa, lo que la distancia de otros cientos de historias irlandesas. Podría denominarse una mezcla de precisión y de humanidad. Y de falta de consideración con las convenciones sociales, con aquello que damos por hecho. Por otro lado, no es un libro protagonizado por la expresividad, ni por las descripciones pero cuenta con un excelente correlato objetivo: contemplamos con nitidez absoluta la ciudad, ese Dublín inhóspito, gris y lluvioso, lleno de polvo y vejez, muy similar al de Joyce.

No solo la inmarcesibilidad de los sentimientos concede actualidad a este libro: En estos relatos la precariedad posee una carga más que considerable. Una precariedad europea, próxima, pese al transcurso de las décadas, a la que sufren millones de españoles.

Crítica por: Recaredo Veredas / Latormentaenunvaso

sábado, 25 de agosto de 2012

Un mundo "feliz"

En este libro visionario escrito en 1932 por Aldous Huxley, imagina una sociedad que utilizaría la genética y el clonaje para el condicionamiento y el control de los individuos.

En esta sociedad futurista, todos los niños son concebidos en probetas. Ellos son genéticamente condicionados para pertenecer a una de las 5 categorías de población. De la más inteligente a la más esúpida: los Alpha (la élite), los Betas (los ejecutantes), los Gammas (los empleados subalternos), losDeltas y los Epsilones (destinados a duros trabajos).

"Un mundo feliz" describe también lo que seria una dictadura perfecta que tendría la apariencia de una democracia, una cárcel sin muros en el cual los prisioneros no sonarían en evadirse. Un sistema de esclavitud donde, gracias al sistema de consumo y el entretenimiento, los esclavos viven en una "jaula de oro"...

En uno de los diálogos del libro entre el Administrador general y uno de los raros disidentes, Huxley había imaginado perfectamente los principios del control social moderno...

"- La población optima esta sobre un modelo de Iceberg: ocho de nueve partes debajo de la línea de flotación, y una de nueve partes por encima.

- Y ellos son felices, debajo de la línea de flotación? En detrimento de este horrible trabajo ?

- Ellos no lo encuentran como tal, ellos. Al contrario, les gusta. Es ligero, y es de una simplicidad infantil.

Sin esfuerzo excesivo ni de espíritu ni muscular. Siete horas y media de un trabajo ligero, nada cansador, y enseguida la ración de soma (antidepresivo ficticio), deportes, copulación sin restricción, y el Cine Sentido (manipulado).

Que más podrían ellos pedir ?"

"- El mundo es estable actualmente. Las personas son felices; ellos obtienen lo que ellas quieren, y ellas no quieren jamás lo que no pueden obtener. (...) Ellas están condicionadas de tal manera que, prácticamente, ellas solo pueden portarse como se debe. Y si por casualidad algo no van bien, tenemos el soma.

Tenemos que escoger entre la felicidad y lo que llamábamos antes el gran arte. Hemos sacrificado el gran arte. En su lugar tenemos el Cine Sentido y el órgano de perfumes..

- Pero no tienen ningún sentido !

- Ellos representan para el espectador un montón de sensaciones agradables. (...) Esto exige la habilidad más grande. Fabricamos coches





"- No es solo el arte que es incompatible con la estabilidad. Hay también la ciencia. La verdad es una amenaza, y la ciencia es un peligro publico. Estamos obligados de tenerla cuidadosamente encadenada y amordazada. (...) Ella nos ha dado el equilibrio el más estable de la historia. Pero no podemos permitir a la ciencia deshacer lo que ella ha acometido. He aquí por que limitamos con tantos cuidados el campo de sus investigaciones. Le permitimos de ocuparse solo de los problemas los más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son cuidadosamente desmotivadas
."


Aldous Huxley, "Un Mundo Feliz"
Pero claro, esto es "sólo" una novela de ciencia-ficción.


jueves, 23 de agosto de 2012

España levanta el puño

España levanta el puño. Palabras al borde del abismo
Pablo Suero
Edición de Víctor Fernández e introducción de Andrés Soria Olmedo. Barcelona: Papel de liar, 2009



El periodista Pablo Suero le pide a Indalecio Prietosu pronóstico para las inminentes elecciones, las de febrero de 1936. Y el socialista, con una franqueza desusada por los políticos, responde: “No quisiera desacreditarme como profeta. No sé. […] Yo no estoy en contacto con la gente, sino que me relaciono con muy pocas personas, y esas, afectas a mi ideología. Me falta la sensación que se percibe en la calle, ese algo indefinible que le permite a uno orientarse y vaticinar”. Precisamente para auscultar el sordo rumor de la calle había viajado a España el periodista Pablo Suero, para auscultarlo y transcribirlo en las crónicas que envió al diario bonaerense Noticias gráficas.
El periodista entra en el ágora de los madrileños, —el Lyon, el Acuárium, el Negresco, La Granja del Henar, los cafés para la cafeinomanía a peseta y veinticinco céntimos y la tertulia de los infatigables arbitristas—; describe las boinas inclinadas, los impermeables multicolores y las katiuskas de las muchachas que estudian Filosofía y Letras, las mantillas negras que pasean por las calles aristocráticas de Serrano y Salamanca, y también a los desarrapados de los barrios proletarios; se topa con la marquesa preocupada por tutelar el voto de su criada; camina por las aceras tintadas con la sangre de los vendedores de periódicos de izquierda y de derechas; acude a los actos de propaganda electoral, todavía en el tiempo en que la fuerza de un partido se podía calibrar contando el número de convocados por la oratoria mitinera de su líder; se hace eco de lo que todo el mundo sabe, que la Falange contrata a pistoleros a sueldo; hace notar que el acuartelamiento jesuítico de Herrera Oria ha inspirado la inmensa sábana de papel desplegada por la CEDA en la Puerta del Sol, donde Gil Robles se ofrece como nuevo mesías; en realidad, escucha por doquier el insulto soez que chillan los carteles que forran la ciudad reclamando el voto y agitando las conciencias; lee los periódicos y, en ellos, las palabras convertidas en clichés.
Este “cuadro de síntomas” que las crónicas de Pablo Suero van dibujando se completa con las entrevistas a escritores y políticos. Ratifican y amplían el descubrimiento que hizo ruando: “El viejo mundo oscila entre Moscú y Roma”. Unos alzan el puño bien apretado en escrupulosa obediencia a la ortodoxia comunista y los otros, extienden la palma de la mano, perfecto apéndice del brazo que adopta la exactitud de la trigonometría fascista del ángulo de 40°. Son pocos los que se mantienen apartados de las disciplinas gregarias y menos aún los que conservan la fe en los “regímenes de sustancia liberal y democrática”. Jiménez de Asúa invita al periodista a sentarse en su último capricho, una sillería isabelina, y acomodado sobre la rancia tapicería le escucha decir: “Creo que la democracia ya no tiene función. […] Fue un error volver a consultar a la masa después de la instauración de la República. Debieran haberse dejado pasar doce años por lo menos…”. José Antonio Primo de Rivera proclama: “Falange Española quiere un orden nuevo. Para implantarlo, en pugna con las resistencias del orden vigente, aspira a la revolución nacional. Su estilo preferirá lo directo, ardiente y combativo”. Y Largo Caballero sonríe antes de afirmar secamente que aguarda la coyuntura propicia para la revolución social: “Una guerra, una debacle económica que no está lejos”. La peste de esa fe que toma por “sano, alegre, hermoso y lícito el ejercicio de la violencia”, escribe Suero, se ha contagiado; ningún cordón sanitario ha obstado el triunfo de la literatura de la brutalidad. Paulino Masip le cuenta al periodista que, mientras, Manuel Azaña bien puede andar enfrascado en disquisiciones bizantinas, literalmente, porque ya en otros días de desazón para la República lo había sorprendido en su gabinete reconcentrado en la lectura de una historia de Bizancio.
Las piezas periodísticas de Pablo Suero fueron recogidas en el libro España levanta el puño, publicado en Argentina en 1937. Para entonces, no era preciso afinar el oído para captar los velados murmullos con los que se expresa un tiempo: atronaba la elocuencia de las balas, la retórica de la guerra se veía satisfecha al contemplar consumados los designios de la muerte y el enojoso rodeo de ejecutar el asesinato en carnes vicarias había sido abolido. El periodista evoca la tarde del 16 de febrero de 1936 en la redacción del diario La Voz, donde aguardó con ansiedad los resultados electorales. Y se pregunta si en aquella velada alguien, entre todos los reunidos, intuyó lo que estaba por venir: “No. Ni Paulino Masip ni Bagaría ni [Paco] Madrid ni yo esperábamos ver a España sacudida por tan hondo desgarramiento, aun cuando la intransigencia feroz de la extrema derecha nos hiciera esperar días sombríos”. Suero no oculta la estupefacción por tal ceguera, más cuando en la relectura de sus propias crónicas encuentra inequívocos augurios. En efecto, su propia mano colocó todas las piezas y podemos ver la estampa que ofrece el puzle perfectamente ensamblado. Pero tal capacidad nos es dada hoy, cuando sabemos que hubo un 18 de julio. Quizá convenga la resignación y admitir que el periodismo, incluso el mejor, es así: escéptico consigo mismo, con sus facultades y con la potencia metafórica de las anécdotas que cosen sus crónicas, definitivamente inútil para ofrecer orientación en el tráfago del presente e inepto profeta para sus coetáneos. Acaso el periodismo esté destinado a encontrar a sus más competentes lectores en los ácaros del polvo que lo asedian en las hemerotecas, para los que vaticina con fiel exactitud un pretérito imperfecto.

Isabel Gómez Rivas (Jot Down Magazine)

viernes, 10 de agosto de 2012

Escribir para convertirse en otro

Saludos Luciernag@s.

Os adjuntamos el texto íntegro de la magistral conferencia que dió el escritor Luisgé Martín el pasado 28 de Julio con motivo de las XIV Jornadas Literarias.



ESCRIBIR PARA CONVERTIRSE EN OTRO (Luisgé Martín, 28-7-2012)



Voy a comenzar hablando de tópicos y de lugares comunes, y el primero de ellos es advertir que hay dos tipos de escritores. Los que toman la escritura como un oficio y los que la toman como un destino. Entre estos últimos encontraremos a algunos que gozan escribiendo como si vieran a Dios, a otros que padecen las peores torturas mientras lo hacen y a otros más grisáceos que no sufren demasiados sobresaltos, pero a todos se les puede reconocer por una seña: no dejarán de escribir pase lo que pase. Es como una condena. Aquellos que lo tienen sólo como oficio, sin embargo, seguirán escribiendo mientras les paguen por ello. Si no hay dinero, no hay tarea. Del mismo modo que no existen fontaneros que arreglen tuberías por imperiosa necesidad —o no hay constancia de ello, al menos—, no hay escritores de esta clase que escriban gratis. Los que toman la escritura como un destino, en cambio, escribirían gratis y hasta apaleados. 

Es ésta una de las razones fundamentales de que los detractores del copyright, tan crecidos hoy a la sombra de la piratería digital, afirmen que sea cual sea el régimen de explotación de los derechos intelectuales seguirá habiendo creadores y obras de arte. Tienen razón en esto. Los que pintan, los que componen, los que escriben por fatalidad, por necesidad, buscan la gloria, buscan la fama, buscan el dinero, pero seguirán haciéndolo sin nada de todo eso. Todo lo que voy a decir a continuación está referido a este tipo de escritores, a los escritores llamados de raza. En los otros no tiene ningún sentido.

La figura del escritor es una de las más contaminadas por mitologías, leyendas y mentiras. La imaginería romántica nos presenta un retrato siempre bohemio del escritor: le vemos trabajando de noche frente a su máquina de escribir vieja, gastada; a algunos les imaginamos incluso sin máquina de escribir, escribiendo a mano y arrugando sin descanso folios en los que han emborronado frases infelices; la mesa de trabajo, anublada por el humo del tabaco de los cigarrillos que el escritor fuma sin pausa, está desordenada; hay libros abiertos, objetos extravagantes que provienen quizá de viajes exóticos, desperdicios de comida y, sin duda, una botella de alcohol, a poder ser whisky o absenta; el resto de la habitación está descompuesta, desmañada, sucia, y el propio escritor tiene un aspecto deslucido: ropa arrugada, barba de varios días, pelo greñudo, desaseado. 

Toda ésta es la iconografía externa, pero lo más importante lo veremos en sus ojos, en el fondo turbio de esa mirada que, como asegura el refrán, es el espejo del alma. ¿Qué encontramos en esos ojos si los examinamos con atención? Encontramos, en primer lugar, a un ser desamparado y melancólico, a alguien que escribe para ocultar sus carencias y sus vulgaridades; a un hombre lleno de insuficiencias, de fracasos personales, de naufragios. Las causas pueden ser infinitas: amó a una mujer o a un hombre que no le correspondieron; amó a una mujer o a un hombre que le correspondieron y murieron luego prematuramente; amó a una mujer o a un hombre a los que sin embargo arrastró a los infiernos con sus celos o su vanidad o su locura; o ni siquiera amó: estuvo sólo desde que tiene recuerdos; o padece adicciones que le trastornan y le convierten en un pequeño monstruo: el alcohol, las drogas; o ha sido menospreciado socialmente, ha soportado burlas y traiciones, ha ido acumulando desengaños de todo tipo a lo largo de su vida. Las causas, ya lo he dicho, pueden ser infinitas, pero el resultado es siempre el mismo: el escritor está demediado, incompleto, escindido, tronchado por alguna parte. El escritor es lo que normalmente se llama un inadaptado. Cuando cualquiera de nosotros mira con un poco de frialdad el mundo —sus injusticias delirantes, sus absurdos, sus insuficiencias—, siente una cierta perplejidad, siente a veces desesperanza, siente cólera, siente incluso risa. 

Pero luego, después de esos momentos fugaces de asombro, regresa a la vida normal y vive como si nada. Como si las infamias, los abusos y las arbitrariedades fueran la excepción y no la norma, como si su existencia tuviera sentido, como si no fuera a morirse. Si uno es todavía adolescente, se vuelve desobediente, indisciplinado, rebelde: sueña con cambiar ese mundo, con rehacerlo, con poner las cosas en su sitio. El escritor es una especie de adolescente perpetuo, con lo de bueno y de malo que eso conlleva. La perplejidad nunca se le va. El aturdimiento nunca se le va. La extrañeza nunca se le va. Hay una frase de Carmen Martín Gaite —título, además, de una de sus novelas— que expresa esta sensación cabalmente: “Lo raro es vivir”. Todos sabemos que vivir es algo raro, algo inexplicable. Todos —salvo los realmente creyentes en alguna religión trascendente— sabemos que vivir es un despropósito, una insensatez, una nada. Pero todos, sin embargo (o casi todos), vivimos. Vamos al mercado, elegimos el modelo de coche que queremos comprarnos, seducimos a mujeres o a hombres, criamos hijos, nos cortamos el pelo a la moda, elegimos la ropa que mejor nos sienta, hacemos dietas de adelgazamiento, vemos películas, viajamos a ciudades lejanas, nos citamos con amigos, tenemos empleos, malgastamos tardes contemplando programas de televisión, cocinamos, navegamos por internet, dormimos siestas. El escritor no deja de hacer estas cosas, pero las hace siempre desde la desconfianza, desde la duda. Nunca pierde de vista la extrañeza de vivir. 

Por eso es, en alguna medida, como un adolescente que no termina de crecer. Quiere cambiar el mundo, rehacerlo, reconstruirlo todo. Pero como no es imbécil —o no siempre—, sabe ya, a diferencia del adolescente, que el mundo no se puede cambiar, que la muerte no se puede transfigurar o impedir, que las enfermedades, las injusticias, las traiciones, las incoherencias y las necedades no se pueden corregir de ninguna de las maneras. De modo que se convierte, para siempre, en un ser bipolar, en un ser que vive en dos extrañezas: la de vivir y la de cocinar una materia artística que no sabe muy bien para qué cocina.

Toda esta descripción apocalíptica y dolorosa de la figura del escritor que acabo de hacer seguramente es una más de las pinturas tópicas que lo retratan. Una más de las mitologías románticas a las que aludía antes. Pero en el fondo es cierta. Los escritores de hoy, si debo fiarme de mi experiencia, ya bastante amplia, se duchan con regularidad, tienen casas ordenadas y de aspecto burgués, escriben en ordenadores de última generación (e incluso usan portátiles cuando se desplazan fuera de su casa), no fuman más que el resto de ciudadanos, no son drogadictos, y beben con un exceso razonable: es decir, no son alcohólicos. Aparentemente, por lo tanto, son ciudadanos respetables e incluso vulgares. 

Tienen relaciones sentimentales más o menos convencionales, veranean en la playa, pagan a una asistenta para que les limpie la casa y son hinchas del Barça o del Atlético de Madrid. En cuanto se les conoce un poco, sin embargo, se ve el desgarro, la neurosis, la herida por la que sangran. Son personajes complicados, de difícil trato, desequilibrados emocionalmente. Adolescentes, en suma. Escriben porque no pueden dejar de hacerlo. Es una medicina, una pócima, un remedio. Es el único modo que tienen de compensar sus carencias. Como la insulina para el diabético, si se me permite la comparación ramplona, la escritura es para el escritor una sustancia imprescindible. No le cura —no existe cura para ese mal, en realidad—, pero le alivia los síntomas y le permite seguir viviendo sin que los demás noten su enfermedad.

Muchas veces se ha dicho que el escritor se refugia en la ficción para huir de lo real. Habría que discutir con mucho tiento qué es “huir” y qué es “lo real”, pero en lo esencial la afirmación es válida. En este aspecto, a mi juicio, todos los tópicos que se repiten también son atinados. El escritor se refugia en la ficción para ser otro distinto al que es. O para vivir vidas que no va a poder vivir en el mundo “real”. O para resolver problemas que no tiene agallas para resolver en su propia carne. Para convertir, en suma, sus propias limitaciones en materia artística.

Hay una celebérrima frase de Flaubert que a mí me gusta citar siempre que puedo porque me parece que es exacta. Cuando le preguntaron de dónde había sacado la inspiración para escribir Madame Bovary, de quién había tomado sus rasgos, sus anhelos y sus circunstancias vitales, él respondió: “Madame Bovary c’est moi”. “Madame Bovary soy yo”. No conozco muy bien la biografía de Flaubert, pero es evidente que se parecía poco a la de Emma Bovary. No era una mujer, no vivía en provincias, no estaba rodeado del vacío espiritual que siente su personaje, no debía permanecer a la sombra de su marido en un mundo machista, etcétera, etcétera. Y sin embargo la inspiración para dibujar a madame Bovary había salido de sus propias tripas, de su interior. Da igual que tomara prestados los detalles accesorios de un modelo real —descripción física, anécdotas biográficas, peculiaridades del carácter—, porque lo sustancial, el meollo, el alma del personaje, lo tenía dentro de sí mismo.
Yo confieso que a veces, cuando escucho hablar a algunos actores de los métodos naturalistas con los que preparan sus trabajos, me burlo de ellos. 

A lo mejor es por ignorancia, pues mis habilidades interpretativas son más bien vegetales o incluso minerales, pero me parece innecesario o exagerado tener que pasarse meses vomitando la comida para interpretar a una bulímica o internarse en un psiquiátrico para dar vida a un autista. Estoy seguro de que Flaubert no se puso faldas ni se recluyó durante meses en la campiña francesa. Lo que define a Emma Bovary es su insatisfacción, sus sueños malogrados, su angustia; y para modelar todo eso Flaubert no tuvo que salir de su habitación ni buscar modelos.

Ningún escritor escribe de asuntos ajenos. Fundamentalmente y antes que nada porque no le interesa hacerlo. Un escritor —siempre un escritor de los de verdad, no un escribano— sólo escribe de aquello que le inquieta, de lo que le aturde, de lo que le asombra, de lo que le aterra. Por eso, entre otras cosas, muchos grandes escritores son incapaces de escribir un best-seller, aunque se lo propongan y aunque les sobre la pericia para hacerlo. En cuanto comienzan a redactar se aburren, se apartan de la narración. Cuando alguien me ha preguntado por qué no trataba de escribir una novela negra o histórica que tuviera determinados ingredientes comerciales y un lenguaje más directo y simple, capaz de conectar con el gran público, he respondido siempre que me parece una tarea fastidiosa y soporífera de la que no sacaría ningún provecho: para hacer dinero ya tenía un trabajo, una nómina, una oficina, una profesión; la literatura la dejaba para mis fantasmas, para mis vísceras. Para enmendar con ella mi vida o para vivir otras vidas que no podré vivir.

Vivir otras vidas, a eso íbamos. Ser otro durante el acto de creación. Ponerte faldas, aburrirte en la campiña francesa, casarte con un médico al que no amas verdaderamente. O matar una ballena gigante, convertirte en cucaracha, naufragar en un país donde todos son gigantes o liliputienses, enamorarse hasta la locura de una niña explosiva de quince años o andar por el mundo desfaciendo entuertos y matando gigantes. La vida, la que tenemos, sabe a poco. Las buenas y las malas. Es fugaz, miserable, antojadiza. Aprendemos las cosas cuando ese aprendizaje ya no nos sirve de nada. Nos falta tiempo, energía y magia para vivir cuanto quisiéramos vivir. Eso no tiene remedio, y para enmendarlo necesitamos la ficción. ¿Alguien puede imaginar un mundo en el que no hubiera cuentos, novelas, películas, series de televisión, obras de teatro? ¿Alguien puede imaginar hoy su vida desprovista de todos esos elementos que nos despiertan la imaginación y nos representan el mundo, desde el chisme del corazón —que se convierte enseguida en novelesco— hasta la ópera, desde lo más zafio hasta lo más refinado? Se viven otras vidas cuando se lee una novela, cuando se ve Los Soprano en la televisión o una película de Indiana Jones en el cine. Se viven otras vidas cuando se escucha una historia —real o no— que alguien nos cuenta con emoción. 

Pero no hay forma mejor de vivir otras vidas que crearlas. Leer y escribir son dos actos vecinos, pero en el segundo, en el de la escritura, hay un componente taumatúrgico que emparenta al escritor con Dios: no sólo se viven otras vidas sino que se crean; no sólo se conoce otro mundo, sino que se reglamenta y se acomoda el mundo en el que vivimos. Yo estoy seguro de que Kafka, cuando terminó de escribir El proceso, o La metamorfosis, o El castillo, o cualquiera de esos relatos que trazan sus laberintos absurdos y asfixiantes, estoy seguro de que al terminar de escribirlos Kafka sentía, por paradójico que pueda parecer, que el mundo real era más razonable, más comprensible, más lógico. El sinsentido se convierte en algo racional a través del arte. Después de contar literariamente una pesadumbre o una tragedia, esa pesadumbre o esa tragedia ya son artificios narrativos. Sólo así podemos vivir con ellas. Es la función terapéutica de la literatura.

Entre mis muchas manías y fobias hay una especialmente molesta: no soporto el ruido. Cuando quiero estar en silencio —leyendo, escribiendo, durmiendo, o incluso conversando con amigos—, me llena de desazón, de cólera y de abatimiento tener que escuchar lo que no quiero escuchar. Detesto, por ejemplo, a la gente que me obliga en el autobús o en el tren a escuchar sus conversaciones telefónicas. Me mudé de una casa porque la calle en la que estaba, en el centro de Madrid, se puso de moda y se llenó de vocingleros que encontraban de lo más natural gritar a las cuatro de la mañana y charlar de banalidades debajo de mi balcón. Y obligué a la comunidad de vecinos en la que vivo ahora a cambiar la maquinaria de los ascensores porque el ruido que hacían al arrancar y al frenar me condujo literalmente a la depresión. Cuento con desparpajo todo esto —que no da una imagen muy saludable de mi cabeza y de mis nervios— porque tengo la seguridad de que contarlo de un modo literario, aunque sea chuscamente literario, como acabo de hacer, sirve para curarlo. Pero lo cuento sobre todo para explicar un episodio clave de mi penúltima novela, Las manos cortadas

Yo tengo, en el piso de abajo, un vecino de ochenta y pico años que está completamente sordo. Su única afición, o su único consuelo, si exceptuamos unos ciertos paseos que se da por el barrio cuando hace buen tiempo, es ver la televisión. Y la salita que tiene habilitada a ese fin, con su sillón de orejas y su mesa camilla, está justamente debajo de la habitación que yo tengo habilitada como despacho, la habitación en la que, entre otras cosas, me siento a escribir. El volumen al que escuchaba la televisión era tal, dada su sordera, que algunas veces yo casi podía distinguir los diálogos de las películas desde mi casa, a través del suelo. Hablé con él y se mostró comprensivo. Redujo el volumen durante varios días, pero luego empezó de nuevo a crecer poco a poco hasta recuperar el estruendo anterior. Volví a bordear la depresión. Me pasaba horas delante del ordenador tratando de escribir algo, pero solo conseguía obsesionarme y escuchar voces y murmullos televisivos incluso cuando no existían. Como el señor, además, permanecía frente al televisor hasta la madrugada, dormido o despierto, yo iba desesperándome sin remedio. Muchas veces me sorprendieron tumbado sobre la moqueta, con la oreja pegada al suelo, comprobando científicamente qué se oía. 

Como los humanos somos mezquinos, comencé a pensar que a su edad y con su frágil salud, no podría durar mucho. Pero inmediatamente —la mente de un psicótico es más rápida que el relámpago— me di cuenta de que sus herederos tal vez decidieran alquilar el piso a estudiantes, pues vivo en el barrio de Moncloa y mi edificio está lleno de pisos alquilados a universitarios de paso, que hacen fiestas, escuchan música de melodías imposibles y guardan en general poco respeto por eso que se llama convivencia vecinal. Estaba yo en todo ese desbarajuste psiquiátrico mientras escribía Las manos cortadas, y de repente un personaje me prestó su vida para aliviar mis males. Victoriano Larrañaga (es el nombre del personaje) es un muchacho que abandona la casa miserable de sus padres, en la que compartía dormitorio con varios hermanos, y se muda a un piso pequeño de un barrio de Santiago de Chile. En ese piso, a pesar de su tamaño minúsculo y de su fealdad, es feliz: por fin tiene intimidad, está solo, posee un espacio. Pero la felicidad le dura poco, pues un día, mientras duerme, comienza a oír disputas y voces en el piso de abajo. Se inquieta, se aturde. Pierde la calma. En las siguientes noches se repiten las voces, las conversaciones extrañas. Y él se tumba en el suelo y escucha para intentar enterarse de lo que ocurre. 

Y se entera de todo. Los individuos que están reunidos abajo son unos conjurados que organizan un golpe de estado para impedir que Salvador Allende, que acaba de ganar las elecciones presidenciales de 1970, llegue al poder. Están planeando el asesinato del general René Schneider, que era en aquella época el Jefe del ejército y que garantizaba la neutralidad militar y el respeto constitucional. Victoriano Larrañaga lo oye todo, lo entiende todo. Le vemos pegado al suelo de su dormitorio, con la oreja aplastada en la madera y un cuadernillo al lado para anotar todos los datos de interés que logre descifrar. Es un periodista recién licenciado y con ambición, de modo que corre a contarle a su jefe lo que ha averiguado.

A partir de ese momento la historia sigue su curso y no tiene ya más sentido relatarla aquí. Tampoco tiene sentido que yo cuente cómo terminaron mis relaciones con el vecino del piso de abajo, que todavía vive. Pero sí tiene sentido, creo, que veamos los dos episodios, el real y el novelesco, enfrentados o superpuestos. Primero para constatar ese uso terapéutico de la literatura. Mentiría si dijera que después de escribir ese episodio ya no me molesta el vecino de abajo y soy inmune a los ruidos, pero sí puedo asegurar que mientras lo escribía me daba igual el volumen de la televisión y los truenos que restallaran. Y que al metamorfosearlo en ficción, en mentira, llevé la anomalía a un territorio en el que es más fácil dominarla. El ruido del piso de abajo en una novela no es molesto ni perturbador, sino prodigioso. Y en segundo lugar tiene sentido que miremos los dos episodios enfrentados para que tratemos de responder anticipadamente, cuando leemos una novela o un relato literario, a esa pregunta tan recurrente: “¿Qué hay de autobiográfico?”. Yo tuve que responder muchas veces a esa pregunta cuando apareció la novela: “¿Qué hay de autobiográfico en Las manos cortadas?” Es una novela ambientada en Chile en la que a los personajes —y a mí mismo, que aparezco también como personaje— les pasan cosas o completamente inventadas o completamente históricas, como el asesinato del general Schneider. Nada de lo que ocurre en la novela me ocurrió a mí, y casi nada del temperamento valeroso y de la clarividencia que me atribuyo en ella es cierto. 

Y sin embargo ocurre el milagro: Madame Bovary soy yo. ¿Cuando un periodista me pregunta “¿Qué hay de autobiográfico?” debo contarle que me molestan los ruidos? Es evidente que sería abusar de su paciencia. Pero es evidente que respondería bien a la pregunta, porque la novela —las novelas en general, mías y de otros— está llena de estas transferencias invisibles que hacen que, aunque ni uno sólo de los hechos que se cuentan en ella sea puramente autobiográfico, sus páginas sean —una vez más— un espejo que sólo refleja el rostro del autor. Ningún otro rostro.

Escribo, pues, para evitar sesiones de terapia clínica y para tratar de encubrir las escasas luces de mi vida con las fulgurantes luces de otras vidas que me invento. En esto soy la encarnación de la vulgaridad literaria. Todos los escritores —incluso los que lo niegan, adornando su obra con grandilocuente palabrería metafísica— hacen lo mismo. Pero un buen día, mientras terminaba de corregir mi penúltima novela, Las manos cortadas, me di cuenta de repente de algo que me asombró. Un rasgo de mi literatura en el que seguramente debería haber reparado antes pero que hasta ese momento no me había llamado la atención. Voy a contarlo contando historias.
En mi primer libro, Los oscuros, hay un relato que cuenta la historia de un hombre homosexual que va a despedir a su amante a la estación de tren y allí se encuentra con una mujer que ha ido a su vez a despedir a su esposo. La mujer se siente atraída por el hombre, le invita a tomar algo, le hace proposiciones lascivas y llega a acosarle sexualmente. Él, que tiene una manifiesta incapacidad para mantener relaciones sexuales con mujeres, la rechaza y, accidentalmente, la mata. Los tribunales le exculpan por lo fortuito del hecho, pero su conciencia no le exculpa. Siente remordimientos, asco, lástima de sí mismo. Abandona a su amante y comienza una travesía de autodestrucción: alcohol, promiscuidad, desorden. Pasa así meses o años, hasta que conoce a un hombre que le seduce y comienza a soñar de nuevo con una vida normal. 

Poco a poco va enamorándose de ese hombre y recobrando sus hábitos de antaño. Hasta que un día vuelve a ser feliz y se lo confiesa a ese hombre, le dice que le ha redimido de sus culpas, que le ama, que no podría ya vivir sin él. Es en ese momento cuando el hombre le revela su verdadera identidad: es el marido de la mujer muerta, que ha prometido consagrar el resto de su vida a vengarla. El protagonista, perplejo, le pregunta entonces por qué no se ha vengado antes, por qué no le ha matado ya hace semanas, cuando se conocieron. El marido le responde que para vengarse necesitaba quitarle a él lo mismo que él le quitó al matar a la mujer a la que amaba. Y acto seguido saca una pistola, la muerde y se suicida.

En ese mismo libro hay otro relato que me interesa aquí. Cuenta la peripecia de un hombre rico al que le diagnostican una enfermedad incurable. Los médicos le dan pocos meses de vida. Este hombre, que se llama Sergei, está casado con una mujer a la que ama desesperadamente y que a su vez le ama desesperadamente. Él sabe que, si muere, su mujer enfermará de melancolía y no tardará en seguirle. Por eso organiza un colosal engaño: busca a un hombre que sea físicamente igual a él y le educa durante los meses que le quedan de vida para que se convierta en su doble perfecto y le reemplace cuando muera. Auxiliado por un equipo de profesores y de especialistas, como si fuera un Pigmalión, le enseña al doble todo lo que debe saber. Le trasplanta su vida. Le traspasa sus recuerdos. Y cuando por fin muere, el hombre, en efecto, le sustituye. No voy a revelar el final porque aquí no viene al caso.

En mi siguiente libro de relatos, El alma del erizo, escribí el reverso exacto de ese cuento. Se titulaba ‘Otro hombre’ y volvía a tomar como punto de partida los amores difíciles. Su protagonista, de carácter destemplado y arbitrario, tenía una relación sentimental con un muchacho al que hacía sufrir con sus despotismos, sus ataques de cólera y sus agravios. Después de las tormentas venían las reconciliaciones, las súplicas, los besos apasionados. Todos hemos conocido alguna relación parecida: la convivencia las va destruyendo y, aunque el amor permanezca o incluso se agigante, se vuelven inservibles y destructoras. El protagonista del relato se daba cuenta de ello: no bastaría ya con dulcificar su carácter y templar su comportamiento, pues las heridas del pasado —las ofensas, las palabras excesivas, el dolor innecesario, las burlas hirientes— habían llenado de minas el futuro. A veces las cuentas pendientes hacen imposible recomenzar: siempre reaparecen como sombras, como sentimientos parásitos que chupan toda la sangre nueva que corre por el cuerpo. Igual que es irracional el amor, lo es el aborrecimiento. 

El protagonista del cuento se da cuenta de eso, de que por mucho que enmiende su temperamento, por bondadoso y tierno que llegue a ser, no podrá ya reconquistar al muchacho al que tanto ama. Salvo que se convierta en otro. Salvo que abandone su nombre, su biografía, su profesión, su memoria, y se transforme en otra persona completamente nueva. Y a ello se dedica a partir de ese momento. Se marcha de la ciudad y comienza a estudiar, a aprender otras profesiones. Asiste a la consulta de un psicólogo para que le ayude a modificar su conducta. Se esfuerza en aficionarse a todas aquellas cosas que le gustaban al muchacho: el deporte, los cómics… Va construyendo pieza a pieza, así, al amante ideal, al hombre que debería haber sido para no haber perdido nunca a quien amaba. Se realiza por fin una operación compleja de cirugía estética para transfigurar su rostro. Y con ese bagaje vuelve varios años después a la ciudad de la que se fue en busca del muchacho. Dejo a un lado aquí también el desenlace para no desvelar del todo el mecanismo del relato.

La siguiente historia, inédita aún, parte de una sensación que según dicen es común: la llamada crisis de los cuarenta. A esa edad, más o menos, todos hacemos balance de lo que soñamos ser y de lo que en realidad somos, y el balance siempre es desolador, pues los sueños, desgraciadamente, son más poderosos que la vida. El protagonista de este relato tiene poco más de cuarenta años y vive en Nueva York. Cualquiera podría decir que ha triunfado: se casó con la mujer a la que amaba, tiene un hijo estupendo, su crecimiento profesional ha sido formidable, vive en un apartamento envidiable de Manhattan, tiene una vida social agitada… Sin embargo, no es completamente feliz. Tiene un poso permanente de insatisfacción. Un día, de vuelta a casa, ve por casualidad en un restaurante de moda a uno de sus grandes amigos de juventud. Le ve reír al lado de una mujer hermosa. Hablan fugazmente y el amigo le cuenta que se dedica al mundo del cine, que vivió en México durante una temporada salvaje, que probó drogas y tuvo excesos, que ha estado casado pero que ahora anda de cama en cama… Nuestro protagonista siente enseguida envidia. “Eso es”, piensa, “la felicidad”. Esa vida azarosa, improvisada, brutal, bárbara, inestable. Esa vida movediza e intensa que soñaban ellos cuando estaban juntos en la universidad. 

Él se equivocó. Hizo lo correcto, lo que los biempensantes dicen que hay que hacer, lo que no entraña riesgo. Se va a casa desolado, triste. Arrepentido de su vida. Y se entretiene hasta la madrugada bebiendo para ahogar las penas. A la mañana siguiente se queda dormido. Aunque el despertador suena y aunque le avisa su mujer, que se marcha a llevar al niño al colegio, él no se levanta. Cuando se despierta, por fin, se apresura para llegar al trabajo. Se asea, se monta en el metro y se encamina a su oficina, que está situada en el World Trade Center. A mitad de camino les hacen salir. Al parecer ha ocurrido un accidente y el sur de la ciudad está inaccesible. Hay humo, emergencia. Ya se corre la voz: las Torres Gemelas han sido derribadas por unos aviones terroristas y hay miles de muertos. Las calles de Nueva York que él ve son un aquelarre: heridos, sombras, fantasmas. Y entonces, al calor aún de lo que sintió la noche anterior al encontrarse a su antiguo amigo, se le ocurre una gran sublevación: hacerse pasar por muerto, huir, y comenzar esa nueva vida con la que siempre soñaba. En una situación de normalidad habría sido incapaz de abandonar a su mujer y a su hijo, de renunciar a la comodidad de su trabajo, de apartarse de sus lujos y sus banalidades, pero ahora, en medio de esa catástrofe, puede hacerlo. Y lo hace. Rompe su teléfono móvil y, caminando, enfila la salida de Nueva York y comienza una nueva vida en la que con otra identidad tratará, como su amigo, de cumplir con los sueños que tuvo de joven. Por tercera vez interrumpo aquí la historia, les escamoteo el desenlace y, en este caso, la moraleja.

Y voy con la última invención que referiré, aunque no es ni mucho menos la última semejante que puede encontrarse en mis libros. Esta pertenece a la novela Los amores confiados y cuenta también un amor homosexual. Sebastián, un campesino español, abandonó a su mujer preñada para unirse a los maquis al terminar la Guerra Civil. Fue hecho prisionero por la Guardia Civil y compartió celda con otro guerrillero, que también se llamaba Sebastián y que se enamoró de él perdidamente. El primer Sebastián hablaba sin parar de ese hijo al que no conocía, de los sueños que había tenido para él. Enfermó de tuberculosis, como tantos otros presos de aquella época, y murió enseguida, pero antes tuvo tiempo de escribir una carta a su hijo y de entregársela al otro Sebastián, su compañero de celda, para que cuando fuera liberado se la llevara. Este Sebastián, el superviviente, tardó mucho tiempo en ser liberado, y cuando lo fue anduvo dando tumbos por España. Sólo al cabo del tiempo, cuando ya era viejo, se acordó de la encomienda y, por fidelidad al amor que había sentido por el Sebastián difunto, buscó a su hijo para entregarle la carta. Lo encontró en Madrid, pero al verlo, extrañamente, sintió un flechazo. Se enamoró del hijo como se había enamorado del padre, y, también como en aquel caso, supo que sus sentimientos no podrían ser correspondidos: el hijo era un hombre mucho más joven, estaba casado con una mujer y tenía una vida apacible. Sebastián, atormentado, decidió entonces quemar la carta y hacerse pasar por el Sebastián muerto, por el padre. 

A un padre se le ama más que a un amante, pensó, y, aunque nunca pudiera llegar a tener relaciones sexuales con él, podría tenerle cerca, abrazarle, consolarle. Y así lo hizo. Desterró todos sus recuerdos, aniquiló su propia vida, y encarnó la del Sebastián que muchos años atrás había huido dejando a la madre preñada de un hijo. El hijo lo acogió con emoción, con ternura, con afecto. Le abrió las puertas de su casa, le llevó a vivir con él. Sebastián, por su parte, fue envejeciendo al lado de la persona a la que amaba. Viéndole gozar y sufrir. No fue para él una vida perfecta, pero fue una vida extrañamente dichosa.
Quiero repetirlo: no son éstas que acabo de recontar las únicas historias semejantes que hay en mi literatura. En mis dos últimas novelas, Las manos cortadas y La mujer de sombra, están quizá las más exuberantes de todas, las que se construyen con más materiales y alcanzan mayor sofisticación. No voy a relatarlas aquí para no aburrirles más.

Y quiero repetir esto otro también, por si a alguien le ha pasado inadvertido: hasta hace poco tiempo no fui capaz de ver este monumental desfile de travestis que recorre mi literatura. Ahora me cuesta creer que tardara tanto tiempo en darme cuenta, pero, como dicen los críticos sesudos, este tipo de fantasmas, de obsesiones, de recurrencias, de vueltas una y otra vez al lugar del crimen, es un rasgo de autoría, una confirmación de que —bueno o malo, genial o mediocre— quien escribe es un artista y no un mero artesano. Debo sentirme orgulloso, por lo tanto, de mi ofuscación.

No es sólo que use la literatura para vivir otras vidas, por lo tanto, sino que cuento en ella la historia de personajes que tratan de vivir —o se ven obligados a vivir— varias vidas, que tratan de escapar —o se ven obligados a escapar— de ese corsé biológico que nos fuerza a nacer, a ir creciendo, a seguir un camino y a morir luego. Reconozco que me fascina esa fábula del hombre transfigurado, del hombre renacido, del hombre convertido en otro. Esa especie de reencarnación en la que no media ninguna muerte. Es un paso más allá de lo que nos atrevemos a dar. Yo habría querido o necesitado muchas veces comportarme como esos personajes. En determinadas encrucijadas de mi vida habría querido sumergirme en una piscina bautismal y salir de ella transformado. Habría podido de ese modo hacer cosas que no me atreví a hacer cuando era joven. O recuperar el amor de alguien a quien perdí. O no hacer de mi carrera profesional una rutina nauseabunda. A lo único que me atreví, sin embargo, fue a escribir un relato o una novela. Exorcismos literarios para ahuyentar la vida.
Que conste que no estoy hablando de dar saltos mortales, sino de darlos en el vacío. No estoy hablando, por ejemplo, de abandonar un trabajo aburrido y seguro por otro excitante pero precario. No estoy hablando de aprender a tocar el piano a los cincuenta años, cuando todo el mundo sabe que a esa edad ya no se aprenderá bien. No. Todos esos actos son hermosos y admirables pero son dóciles. Estoy hablando de atravesar continentes, de abandonar familia, de renunciar al amor o de destruir todo para salvarlo. Estoy hablando de arrasar absolutamente lo único que nos da unidad, que nos hace personas: la memoria, nuestros recuerdos. Un tetrapléjico, un individuo con esclerosis múltiple o con la enfermedad más terrible que puedan ustedes imaginar sigue siendo una persona, la misma persona que era. 

Su vida será sin duda completamente distinta a como era antes de la enfermedad, pero la identidad será la misma, aunque a veces, de modo retórico, digamos que estamos ante dos personas distintas, la de antes y la de después. El muchacho atlético y juvenil que antes era bondadoso y vitalista, ahora, después de un accidente que le ha dejado inmóvil para el resto de sus días, está amargado y lleno de resentimiento. “Es otra persona”, decimos. Pero no, no es otra persona. Justamente porque es la misma persona, porque recuerda lo que tuvo, la vida que imaginó, los días de sol en una playa, las noches en las que hacía el amor con mujeres, las jaranas nocturnas, los viajes a países lejanos, justamente porque recuerda todo eso a la perfección es ahora un ser bilioso, retorcido, atormentado. Un enfermo de Alzheimer, en cambio, deja de ser la persona que era. Tal vez se convierta en nada o se convierta en otro, pero hay una ruptura, una metamorfosis, un verdadero renacimiento. Han perdido la sustancia, la médula, lo que nos hace únicos, lo que nos permite poder seguir diciendo “yo” para referirnos a nosotros mismos desde que empezamos a hablar hasta que morimos, a pesar de las incontables diferencias de todo tipo que habrá entre el niño y el anciano: han perdido los recuerdos, la conciencia de su propia vida. ¿Han visto ustedes alguna vez los ojos de un enfermo de Alzheimer en uno de esos últimos fogonazos de conciencia intermitente, cuando fugazmente recuerda quién fue y se da cuenta de que se le está escapando la memoria de sí mismo como un líquido en un desagüe? Se ve puro terror en esos ojos. Mucho más terror, mucha más desesperación, si se me permite este juego macabro, que en los ojos de un tetrapléjico. El enfermo se percata en esos momentos de que su cuerpo seguirá viviendo pero no sabrá ya qué hizo, de quién fue, quién lo abrazó o lo golpeó.

¿Es eso lo que buscan mis personajes? En teoría sí, pero yo estoy seguro de que no. Como no he contado los finales ni las moralejas de las historias que he ido hilando, les advierto ahora que son casi todos (o quizá todos) bastante desoladores. No creo mucho en la regeneración. No creo en la capacidad del hombre para quitarse una piel y ponerse otra completamente distinta: somos reptiles, sí, pero no serpientes. No creo que sea posible recomenzar partiendo de cero. Es más: ni siquiera creo que sea conveniente. No sé si me gusta mi vida, pero es la mía. Si en uno de esos juegos mágicos alguien me ofreciera la posibilidad de apretar un botón y convertirme en otra persona distinta completamente feliz —estabilidad emocional, dinero suficiente, trabajos fascinantes— diría que no, rechazaría el botón. He dicho otra persona diferente completamente feliz, no en mí mismo con estabilidad emocional, dinero suficiente y trabajos fascinantes. Si se tratara de esto último, me arrojaría al botón y no lo soltaría. Pero no es ése el pacto. El pacto es dejar de recordar, olvidar todo lo que fuiste, lo bueno y lo malo.

Eso es lo que quieren hacer algunos de mis personajes. Yo les dejo, les acompaño, porque sé que así me ahorran a mí el viaje. Aprendo de su fracaso. Son impostores. Se mienten primero a sí mismos, diciéndose que están dispuestos a desprenderse de todo, hasta de lo más importante, y mienten luego a los demás haciéndose pasar por otros. Pero no son otros. Son ellos mismos travestidos. Más tarde, en el camerino, cuando acaba la función, se quitan la peluca, se limpian el maquillaje, se arrancan los postizos y los trajes de pedrería, se sacan las medias, se bajan de los zapatos de tacón y comprueban que siguen siendo los mismos de antes. Más viejos, más frustrados, quizá más sabios, pero los mismos.

Hay una frase de La peste, de Albert Camus, que recuerdo muchas veces. El sacerdote de la ciudad sitiada por la enfermedad, irreverente, abrumado por el sufrimiento que ve a su alrededor, con la fe perdida, da un sermón a sus fieles y se pregunta: “¿Hay alguien que pueda decir que toda una eternidad de gloria compensa un solo instante de dolor humano?” Su respuesta es que no: toda la eternidad de gloria que Dios promete no justifica ni un sólo instante del dolor que sentimos. Yo creo que detrás de un escritor hay siempre un hombre que perdió la fe. Un hombre que fue expulsado del paraíso —de algún paraíso— y busca en el laberinto la forma de regresar. Un hombre que se hace demasiadas preguntas. Un hombre que cada mañana, al abrir el periódico, se da cuenta de que ninguna gloria, ninguna felicidad extraña, puede compensar una sola de sus noticias grotescas y despiadadas. Por eso si alguien me pregunta por qué vivo, no sé muy bien qué responderle. Si alguien me pregunta en cambio por qué escribo, le respondo de inmediato: para vivir. Para vivir las vidas que no he vivido.