viernes, 10 de agosto de 2012

Escribir para convertirse en otro

Saludos Luciernag@s.

Os adjuntamos el texto íntegro de la magistral conferencia que dió el escritor Luisgé Martín el pasado 28 de Julio con motivo de las XIV Jornadas Literarias.



ESCRIBIR PARA CONVERTIRSE EN OTRO (Luisgé Martín, 28-7-2012)



Voy a comenzar hablando de tópicos y de lugares comunes, y el primero de ellos es advertir que hay dos tipos de escritores. Los que toman la escritura como un oficio y los que la toman como un destino. Entre estos últimos encontraremos a algunos que gozan escribiendo como si vieran a Dios, a otros que padecen las peores torturas mientras lo hacen y a otros más grisáceos que no sufren demasiados sobresaltos, pero a todos se les puede reconocer por una seña: no dejarán de escribir pase lo que pase. Es como una condena. Aquellos que lo tienen sólo como oficio, sin embargo, seguirán escribiendo mientras les paguen por ello. Si no hay dinero, no hay tarea. Del mismo modo que no existen fontaneros que arreglen tuberías por imperiosa necesidad —o no hay constancia de ello, al menos—, no hay escritores de esta clase que escriban gratis. Los que toman la escritura como un destino, en cambio, escribirían gratis y hasta apaleados. 

Es ésta una de las razones fundamentales de que los detractores del copyright, tan crecidos hoy a la sombra de la piratería digital, afirmen que sea cual sea el régimen de explotación de los derechos intelectuales seguirá habiendo creadores y obras de arte. Tienen razón en esto. Los que pintan, los que componen, los que escriben por fatalidad, por necesidad, buscan la gloria, buscan la fama, buscan el dinero, pero seguirán haciéndolo sin nada de todo eso. Todo lo que voy a decir a continuación está referido a este tipo de escritores, a los escritores llamados de raza. En los otros no tiene ningún sentido.

La figura del escritor es una de las más contaminadas por mitologías, leyendas y mentiras. La imaginería romántica nos presenta un retrato siempre bohemio del escritor: le vemos trabajando de noche frente a su máquina de escribir vieja, gastada; a algunos les imaginamos incluso sin máquina de escribir, escribiendo a mano y arrugando sin descanso folios en los que han emborronado frases infelices; la mesa de trabajo, anublada por el humo del tabaco de los cigarrillos que el escritor fuma sin pausa, está desordenada; hay libros abiertos, objetos extravagantes que provienen quizá de viajes exóticos, desperdicios de comida y, sin duda, una botella de alcohol, a poder ser whisky o absenta; el resto de la habitación está descompuesta, desmañada, sucia, y el propio escritor tiene un aspecto deslucido: ropa arrugada, barba de varios días, pelo greñudo, desaseado. 

Toda ésta es la iconografía externa, pero lo más importante lo veremos en sus ojos, en el fondo turbio de esa mirada que, como asegura el refrán, es el espejo del alma. ¿Qué encontramos en esos ojos si los examinamos con atención? Encontramos, en primer lugar, a un ser desamparado y melancólico, a alguien que escribe para ocultar sus carencias y sus vulgaridades; a un hombre lleno de insuficiencias, de fracasos personales, de naufragios. Las causas pueden ser infinitas: amó a una mujer o a un hombre que no le correspondieron; amó a una mujer o a un hombre que le correspondieron y murieron luego prematuramente; amó a una mujer o a un hombre a los que sin embargo arrastró a los infiernos con sus celos o su vanidad o su locura; o ni siquiera amó: estuvo sólo desde que tiene recuerdos; o padece adicciones que le trastornan y le convierten en un pequeño monstruo: el alcohol, las drogas; o ha sido menospreciado socialmente, ha soportado burlas y traiciones, ha ido acumulando desengaños de todo tipo a lo largo de su vida. Las causas, ya lo he dicho, pueden ser infinitas, pero el resultado es siempre el mismo: el escritor está demediado, incompleto, escindido, tronchado por alguna parte. El escritor es lo que normalmente se llama un inadaptado. Cuando cualquiera de nosotros mira con un poco de frialdad el mundo —sus injusticias delirantes, sus absurdos, sus insuficiencias—, siente una cierta perplejidad, siente a veces desesperanza, siente cólera, siente incluso risa. 

Pero luego, después de esos momentos fugaces de asombro, regresa a la vida normal y vive como si nada. Como si las infamias, los abusos y las arbitrariedades fueran la excepción y no la norma, como si su existencia tuviera sentido, como si no fuera a morirse. Si uno es todavía adolescente, se vuelve desobediente, indisciplinado, rebelde: sueña con cambiar ese mundo, con rehacerlo, con poner las cosas en su sitio. El escritor es una especie de adolescente perpetuo, con lo de bueno y de malo que eso conlleva. La perplejidad nunca se le va. El aturdimiento nunca se le va. La extrañeza nunca se le va. Hay una frase de Carmen Martín Gaite —título, además, de una de sus novelas— que expresa esta sensación cabalmente: “Lo raro es vivir”. Todos sabemos que vivir es algo raro, algo inexplicable. Todos —salvo los realmente creyentes en alguna religión trascendente— sabemos que vivir es un despropósito, una insensatez, una nada. Pero todos, sin embargo (o casi todos), vivimos. Vamos al mercado, elegimos el modelo de coche que queremos comprarnos, seducimos a mujeres o a hombres, criamos hijos, nos cortamos el pelo a la moda, elegimos la ropa que mejor nos sienta, hacemos dietas de adelgazamiento, vemos películas, viajamos a ciudades lejanas, nos citamos con amigos, tenemos empleos, malgastamos tardes contemplando programas de televisión, cocinamos, navegamos por internet, dormimos siestas. El escritor no deja de hacer estas cosas, pero las hace siempre desde la desconfianza, desde la duda. Nunca pierde de vista la extrañeza de vivir. 

Por eso es, en alguna medida, como un adolescente que no termina de crecer. Quiere cambiar el mundo, rehacerlo, reconstruirlo todo. Pero como no es imbécil —o no siempre—, sabe ya, a diferencia del adolescente, que el mundo no se puede cambiar, que la muerte no se puede transfigurar o impedir, que las enfermedades, las injusticias, las traiciones, las incoherencias y las necedades no se pueden corregir de ninguna de las maneras. De modo que se convierte, para siempre, en un ser bipolar, en un ser que vive en dos extrañezas: la de vivir y la de cocinar una materia artística que no sabe muy bien para qué cocina.

Toda esta descripción apocalíptica y dolorosa de la figura del escritor que acabo de hacer seguramente es una más de las pinturas tópicas que lo retratan. Una más de las mitologías románticas a las que aludía antes. Pero en el fondo es cierta. Los escritores de hoy, si debo fiarme de mi experiencia, ya bastante amplia, se duchan con regularidad, tienen casas ordenadas y de aspecto burgués, escriben en ordenadores de última generación (e incluso usan portátiles cuando se desplazan fuera de su casa), no fuman más que el resto de ciudadanos, no son drogadictos, y beben con un exceso razonable: es decir, no son alcohólicos. Aparentemente, por lo tanto, son ciudadanos respetables e incluso vulgares. 

Tienen relaciones sentimentales más o menos convencionales, veranean en la playa, pagan a una asistenta para que les limpie la casa y son hinchas del Barça o del Atlético de Madrid. En cuanto se les conoce un poco, sin embargo, se ve el desgarro, la neurosis, la herida por la que sangran. Son personajes complicados, de difícil trato, desequilibrados emocionalmente. Adolescentes, en suma. Escriben porque no pueden dejar de hacerlo. Es una medicina, una pócima, un remedio. Es el único modo que tienen de compensar sus carencias. Como la insulina para el diabético, si se me permite la comparación ramplona, la escritura es para el escritor una sustancia imprescindible. No le cura —no existe cura para ese mal, en realidad—, pero le alivia los síntomas y le permite seguir viviendo sin que los demás noten su enfermedad.

Muchas veces se ha dicho que el escritor se refugia en la ficción para huir de lo real. Habría que discutir con mucho tiento qué es “huir” y qué es “lo real”, pero en lo esencial la afirmación es válida. En este aspecto, a mi juicio, todos los tópicos que se repiten también son atinados. El escritor se refugia en la ficción para ser otro distinto al que es. O para vivir vidas que no va a poder vivir en el mundo “real”. O para resolver problemas que no tiene agallas para resolver en su propia carne. Para convertir, en suma, sus propias limitaciones en materia artística.

Hay una celebérrima frase de Flaubert que a mí me gusta citar siempre que puedo porque me parece que es exacta. Cuando le preguntaron de dónde había sacado la inspiración para escribir Madame Bovary, de quién había tomado sus rasgos, sus anhelos y sus circunstancias vitales, él respondió: “Madame Bovary c’est moi”. “Madame Bovary soy yo”. No conozco muy bien la biografía de Flaubert, pero es evidente que se parecía poco a la de Emma Bovary. No era una mujer, no vivía en provincias, no estaba rodeado del vacío espiritual que siente su personaje, no debía permanecer a la sombra de su marido en un mundo machista, etcétera, etcétera. Y sin embargo la inspiración para dibujar a madame Bovary había salido de sus propias tripas, de su interior. Da igual que tomara prestados los detalles accesorios de un modelo real —descripción física, anécdotas biográficas, peculiaridades del carácter—, porque lo sustancial, el meollo, el alma del personaje, lo tenía dentro de sí mismo.
Yo confieso que a veces, cuando escucho hablar a algunos actores de los métodos naturalistas con los que preparan sus trabajos, me burlo de ellos. 

A lo mejor es por ignorancia, pues mis habilidades interpretativas son más bien vegetales o incluso minerales, pero me parece innecesario o exagerado tener que pasarse meses vomitando la comida para interpretar a una bulímica o internarse en un psiquiátrico para dar vida a un autista. Estoy seguro de que Flaubert no se puso faldas ni se recluyó durante meses en la campiña francesa. Lo que define a Emma Bovary es su insatisfacción, sus sueños malogrados, su angustia; y para modelar todo eso Flaubert no tuvo que salir de su habitación ni buscar modelos.

Ningún escritor escribe de asuntos ajenos. Fundamentalmente y antes que nada porque no le interesa hacerlo. Un escritor —siempre un escritor de los de verdad, no un escribano— sólo escribe de aquello que le inquieta, de lo que le aturde, de lo que le asombra, de lo que le aterra. Por eso, entre otras cosas, muchos grandes escritores son incapaces de escribir un best-seller, aunque se lo propongan y aunque les sobre la pericia para hacerlo. En cuanto comienzan a redactar se aburren, se apartan de la narración. Cuando alguien me ha preguntado por qué no trataba de escribir una novela negra o histórica que tuviera determinados ingredientes comerciales y un lenguaje más directo y simple, capaz de conectar con el gran público, he respondido siempre que me parece una tarea fastidiosa y soporífera de la que no sacaría ningún provecho: para hacer dinero ya tenía un trabajo, una nómina, una oficina, una profesión; la literatura la dejaba para mis fantasmas, para mis vísceras. Para enmendar con ella mi vida o para vivir otras vidas que no podré vivir.

Vivir otras vidas, a eso íbamos. Ser otro durante el acto de creación. Ponerte faldas, aburrirte en la campiña francesa, casarte con un médico al que no amas verdaderamente. O matar una ballena gigante, convertirte en cucaracha, naufragar en un país donde todos son gigantes o liliputienses, enamorarse hasta la locura de una niña explosiva de quince años o andar por el mundo desfaciendo entuertos y matando gigantes. La vida, la que tenemos, sabe a poco. Las buenas y las malas. Es fugaz, miserable, antojadiza. Aprendemos las cosas cuando ese aprendizaje ya no nos sirve de nada. Nos falta tiempo, energía y magia para vivir cuanto quisiéramos vivir. Eso no tiene remedio, y para enmendarlo necesitamos la ficción. ¿Alguien puede imaginar un mundo en el que no hubiera cuentos, novelas, películas, series de televisión, obras de teatro? ¿Alguien puede imaginar hoy su vida desprovista de todos esos elementos que nos despiertan la imaginación y nos representan el mundo, desde el chisme del corazón —que se convierte enseguida en novelesco— hasta la ópera, desde lo más zafio hasta lo más refinado? Se viven otras vidas cuando se lee una novela, cuando se ve Los Soprano en la televisión o una película de Indiana Jones en el cine. Se viven otras vidas cuando se escucha una historia —real o no— que alguien nos cuenta con emoción. 

Pero no hay forma mejor de vivir otras vidas que crearlas. Leer y escribir son dos actos vecinos, pero en el segundo, en el de la escritura, hay un componente taumatúrgico que emparenta al escritor con Dios: no sólo se viven otras vidas sino que se crean; no sólo se conoce otro mundo, sino que se reglamenta y se acomoda el mundo en el que vivimos. Yo estoy seguro de que Kafka, cuando terminó de escribir El proceso, o La metamorfosis, o El castillo, o cualquiera de esos relatos que trazan sus laberintos absurdos y asfixiantes, estoy seguro de que al terminar de escribirlos Kafka sentía, por paradójico que pueda parecer, que el mundo real era más razonable, más comprensible, más lógico. El sinsentido se convierte en algo racional a través del arte. Después de contar literariamente una pesadumbre o una tragedia, esa pesadumbre o esa tragedia ya son artificios narrativos. Sólo así podemos vivir con ellas. Es la función terapéutica de la literatura.

Entre mis muchas manías y fobias hay una especialmente molesta: no soporto el ruido. Cuando quiero estar en silencio —leyendo, escribiendo, durmiendo, o incluso conversando con amigos—, me llena de desazón, de cólera y de abatimiento tener que escuchar lo que no quiero escuchar. Detesto, por ejemplo, a la gente que me obliga en el autobús o en el tren a escuchar sus conversaciones telefónicas. Me mudé de una casa porque la calle en la que estaba, en el centro de Madrid, se puso de moda y se llenó de vocingleros que encontraban de lo más natural gritar a las cuatro de la mañana y charlar de banalidades debajo de mi balcón. Y obligué a la comunidad de vecinos en la que vivo ahora a cambiar la maquinaria de los ascensores porque el ruido que hacían al arrancar y al frenar me condujo literalmente a la depresión. Cuento con desparpajo todo esto —que no da una imagen muy saludable de mi cabeza y de mis nervios— porque tengo la seguridad de que contarlo de un modo literario, aunque sea chuscamente literario, como acabo de hacer, sirve para curarlo. Pero lo cuento sobre todo para explicar un episodio clave de mi penúltima novela, Las manos cortadas

Yo tengo, en el piso de abajo, un vecino de ochenta y pico años que está completamente sordo. Su única afición, o su único consuelo, si exceptuamos unos ciertos paseos que se da por el barrio cuando hace buen tiempo, es ver la televisión. Y la salita que tiene habilitada a ese fin, con su sillón de orejas y su mesa camilla, está justamente debajo de la habitación que yo tengo habilitada como despacho, la habitación en la que, entre otras cosas, me siento a escribir. El volumen al que escuchaba la televisión era tal, dada su sordera, que algunas veces yo casi podía distinguir los diálogos de las películas desde mi casa, a través del suelo. Hablé con él y se mostró comprensivo. Redujo el volumen durante varios días, pero luego empezó de nuevo a crecer poco a poco hasta recuperar el estruendo anterior. Volví a bordear la depresión. Me pasaba horas delante del ordenador tratando de escribir algo, pero solo conseguía obsesionarme y escuchar voces y murmullos televisivos incluso cuando no existían. Como el señor, además, permanecía frente al televisor hasta la madrugada, dormido o despierto, yo iba desesperándome sin remedio. Muchas veces me sorprendieron tumbado sobre la moqueta, con la oreja pegada al suelo, comprobando científicamente qué se oía. 

Como los humanos somos mezquinos, comencé a pensar que a su edad y con su frágil salud, no podría durar mucho. Pero inmediatamente —la mente de un psicótico es más rápida que el relámpago— me di cuenta de que sus herederos tal vez decidieran alquilar el piso a estudiantes, pues vivo en el barrio de Moncloa y mi edificio está lleno de pisos alquilados a universitarios de paso, que hacen fiestas, escuchan música de melodías imposibles y guardan en general poco respeto por eso que se llama convivencia vecinal. Estaba yo en todo ese desbarajuste psiquiátrico mientras escribía Las manos cortadas, y de repente un personaje me prestó su vida para aliviar mis males. Victoriano Larrañaga (es el nombre del personaje) es un muchacho que abandona la casa miserable de sus padres, en la que compartía dormitorio con varios hermanos, y se muda a un piso pequeño de un barrio de Santiago de Chile. En ese piso, a pesar de su tamaño minúsculo y de su fealdad, es feliz: por fin tiene intimidad, está solo, posee un espacio. Pero la felicidad le dura poco, pues un día, mientras duerme, comienza a oír disputas y voces en el piso de abajo. Se inquieta, se aturde. Pierde la calma. En las siguientes noches se repiten las voces, las conversaciones extrañas. Y él se tumba en el suelo y escucha para intentar enterarse de lo que ocurre. 

Y se entera de todo. Los individuos que están reunidos abajo son unos conjurados que organizan un golpe de estado para impedir que Salvador Allende, que acaba de ganar las elecciones presidenciales de 1970, llegue al poder. Están planeando el asesinato del general René Schneider, que era en aquella época el Jefe del ejército y que garantizaba la neutralidad militar y el respeto constitucional. Victoriano Larrañaga lo oye todo, lo entiende todo. Le vemos pegado al suelo de su dormitorio, con la oreja aplastada en la madera y un cuadernillo al lado para anotar todos los datos de interés que logre descifrar. Es un periodista recién licenciado y con ambición, de modo que corre a contarle a su jefe lo que ha averiguado.

A partir de ese momento la historia sigue su curso y no tiene ya más sentido relatarla aquí. Tampoco tiene sentido que yo cuente cómo terminaron mis relaciones con el vecino del piso de abajo, que todavía vive. Pero sí tiene sentido, creo, que veamos los dos episodios, el real y el novelesco, enfrentados o superpuestos. Primero para constatar ese uso terapéutico de la literatura. Mentiría si dijera que después de escribir ese episodio ya no me molesta el vecino de abajo y soy inmune a los ruidos, pero sí puedo asegurar que mientras lo escribía me daba igual el volumen de la televisión y los truenos que restallaran. Y que al metamorfosearlo en ficción, en mentira, llevé la anomalía a un territorio en el que es más fácil dominarla. El ruido del piso de abajo en una novela no es molesto ni perturbador, sino prodigioso. Y en segundo lugar tiene sentido que miremos los dos episodios enfrentados para que tratemos de responder anticipadamente, cuando leemos una novela o un relato literario, a esa pregunta tan recurrente: “¿Qué hay de autobiográfico?”. Yo tuve que responder muchas veces a esa pregunta cuando apareció la novela: “¿Qué hay de autobiográfico en Las manos cortadas?” Es una novela ambientada en Chile en la que a los personajes —y a mí mismo, que aparezco también como personaje— les pasan cosas o completamente inventadas o completamente históricas, como el asesinato del general Schneider. Nada de lo que ocurre en la novela me ocurrió a mí, y casi nada del temperamento valeroso y de la clarividencia que me atribuyo en ella es cierto. 

Y sin embargo ocurre el milagro: Madame Bovary soy yo. ¿Cuando un periodista me pregunta “¿Qué hay de autobiográfico?” debo contarle que me molestan los ruidos? Es evidente que sería abusar de su paciencia. Pero es evidente que respondería bien a la pregunta, porque la novela —las novelas en general, mías y de otros— está llena de estas transferencias invisibles que hacen que, aunque ni uno sólo de los hechos que se cuentan en ella sea puramente autobiográfico, sus páginas sean —una vez más— un espejo que sólo refleja el rostro del autor. Ningún otro rostro.

Escribo, pues, para evitar sesiones de terapia clínica y para tratar de encubrir las escasas luces de mi vida con las fulgurantes luces de otras vidas que me invento. En esto soy la encarnación de la vulgaridad literaria. Todos los escritores —incluso los que lo niegan, adornando su obra con grandilocuente palabrería metafísica— hacen lo mismo. Pero un buen día, mientras terminaba de corregir mi penúltima novela, Las manos cortadas, me di cuenta de repente de algo que me asombró. Un rasgo de mi literatura en el que seguramente debería haber reparado antes pero que hasta ese momento no me había llamado la atención. Voy a contarlo contando historias.
En mi primer libro, Los oscuros, hay un relato que cuenta la historia de un hombre homosexual que va a despedir a su amante a la estación de tren y allí se encuentra con una mujer que ha ido a su vez a despedir a su esposo. La mujer se siente atraída por el hombre, le invita a tomar algo, le hace proposiciones lascivas y llega a acosarle sexualmente. Él, que tiene una manifiesta incapacidad para mantener relaciones sexuales con mujeres, la rechaza y, accidentalmente, la mata. Los tribunales le exculpan por lo fortuito del hecho, pero su conciencia no le exculpa. Siente remordimientos, asco, lástima de sí mismo. Abandona a su amante y comienza una travesía de autodestrucción: alcohol, promiscuidad, desorden. Pasa así meses o años, hasta que conoce a un hombre que le seduce y comienza a soñar de nuevo con una vida normal. 

Poco a poco va enamorándose de ese hombre y recobrando sus hábitos de antaño. Hasta que un día vuelve a ser feliz y se lo confiesa a ese hombre, le dice que le ha redimido de sus culpas, que le ama, que no podría ya vivir sin él. Es en ese momento cuando el hombre le revela su verdadera identidad: es el marido de la mujer muerta, que ha prometido consagrar el resto de su vida a vengarla. El protagonista, perplejo, le pregunta entonces por qué no se ha vengado antes, por qué no le ha matado ya hace semanas, cuando se conocieron. El marido le responde que para vengarse necesitaba quitarle a él lo mismo que él le quitó al matar a la mujer a la que amaba. Y acto seguido saca una pistola, la muerde y se suicida.

En ese mismo libro hay otro relato que me interesa aquí. Cuenta la peripecia de un hombre rico al que le diagnostican una enfermedad incurable. Los médicos le dan pocos meses de vida. Este hombre, que se llama Sergei, está casado con una mujer a la que ama desesperadamente y que a su vez le ama desesperadamente. Él sabe que, si muere, su mujer enfermará de melancolía y no tardará en seguirle. Por eso organiza un colosal engaño: busca a un hombre que sea físicamente igual a él y le educa durante los meses que le quedan de vida para que se convierta en su doble perfecto y le reemplace cuando muera. Auxiliado por un equipo de profesores y de especialistas, como si fuera un Pigmalión, le enseña al doble todo lo que debe saber. Le trasplanta su vida. Le traspasa sus recuerdos. Y cuando por fin muere, el hombre, en efecto, le sustituye. No voy a revelar el final porque aquí no viene al caso.

En mi siguiente libro de relatos, El alma del erizo, escribí el reverso exacto de ese cuento. Se titulaba ‘Otro hombre’ y volvía a tomar como punto de partida los amores difíciles. Su protagonista, de carácter destemplado y arbitrario, tenía una relación sentimental con un muchacho al que hacía sufrir con sus despotismos, sus ataques de cólera y sus agravios. Después de las tormentas venían las reconciliaciones, las súplicas, los besos apasionados. Todos hemos conocido alguna relación parecida: la convivencia las va destruyendo y, aunque el amor permanezca o incluso se agigante, se vuelven inservibles y destructoras. El protagonista del relato se daba cuenta de ello: no bastaría ya con dulcificar su carácter y templar su comportamiento, pues las heridas del pasado —las ofensas, las palabras excesivas, el dolor innecesario, las burlas hirientes— habían llenado de minas el futuro. A veces las cuentas pendientes hacen imposible recomenzar: siempre reaparecen como sombras, como sentimientos parásitos que chupan toda la sangre nueva que corre por el cuerpo. Igual que es irracional el amor, lo es el aborrecimiento. 

El protagonista del cuento se da cuenta de eso, de que por mucho que enmiende su temperamento, por bondadoso y tierno que llegue a ser, no podrá ya reconquistar al muchacho al que tanto ama. Salvo que se convierta en otro. Salvo que abandone su nombre, su biografía, su profesión, su memoria, y se transforme en otra persona completamente nueva. Y a ello se dedica a partir de ese momento. Se marcha de la ciudad y comienza a estudiar, a aprender otras profesiones. Asiste a la consulta de un psicólogo para que le ayude a modificar su conducta. Se esfuerza en aficionarse a todas aquellas cosas que le gustaban al muchacho: el deporte, los cómics… Va construyendo pieza a pieza, así, al amante ideal, al hombre que debería haber sido para no haber perdido nunca a quien amaba. Se realiza por fin una operación compleja de cirugía estética para transfigurar su rostro. Y con ese bagaje vuelve varios años después a la ciudad de la que se fue en busca del muchacho. Dejo a un lado aquí también el desenlace para no desvelar del todo el mecanismo del relato.

La siguiente historia, inédita aún, parte de una sensación que según dicen es común: la llamada crisis de los cuarenta. A esa edad, más o menos, todos hacemos balance de lo que soñamos ser y de lo que en realidad somos, y el balance siempre es desolador, pues los sueños, desgraciadamente, son más poderosos que la vida. El protagonista de este relato tiene poco más de cuarenta años y vive en Nueva York. Cualquiera podría decir que ha triunfado: se casó con la mujer a la que amaba, tiene un hijo estupendo, su crecimiento profesional ha sido formidable, vive en un apartamento envidiable de Manhattan, tiene una vida social agitada… Sin embargo, no es completamente feliz. Tiene un poso permanente de insatisfacción. Un día, de vuelta a casa, ve por casualidad en un restaurante de moda a uno de sus grandes amigos de juventud. Le ve reír al lado de una mujer hermosa. Hablan fugazmente y el amigo le cuenta que se dedica al mundo del cine, que vivió en México durante una temporada salvaje, que probó drogas y tuvo excesos, que ha estado casado pero que ahora anda de cama en cama… Nuestro protagonista siente enseguida envidia. “Eso es”, piensa, “la felicidad”. Esa vida azarosa, improvisada, brutal, bárbara, inestable. Esa vida movediza e intensa que soñaban ellos cuando estaban juntos en la universidad. 

Él se equivocó. Hizo lo correcto, lo que los biempensantes dicen que hay que hacer, lo que no entraña riesgo. Se va a casa desolado, triste. Arrepentido de su vida. Y se entretiene hasta la madrugada bebiendo para ahogar las penas. A la mañana siguiente se queda dormido. Aunque el despertador suena y aunque le avisa su mujer, que se marcha a llevar al niño al colegio, él no se levanta. Cuando se despierta, por fin, se apresura para llegar al trabajo. Se asea, se monta en el metro y se encamina a su oficina, que está situada en el World Trade Center. A mitad de camino les hacen salir. Al parecer ha ocurrido un accidente y el sur de la ciudad está inaccesible. Hay humo, emergencia. Ya se corre la voz: las Torres Gemelas han sido derribadas por unos aviones terroristas y hay miles de muertos. Las calles de Nueva York que él ve son un aquelarre: heridos, sombras, fantasmas. Y entonces, al calor aún de lo que sintió la noche anterior al encontrarse a su antiguo amigo, se le ocurre una gran sublevación: hacerse pasar por muerto, huir, y comenzar esa nueva vida con la que siempre soñaba. En una situación de normalidad habría sido incapaz de abandonar a su mujer y a su hijo, de renunciar a la comodidad de su trabajo, de apartarse de sus lujos y sus banalidades, pero ahora, en medio de esa catástrofe, puede hacerlo. Y lo hace. Rompe su teléfono móvil y, caminando, enfila la salida de Nueva York y comienza una nueva vida en la que con otra identidad tratará, como su amigo, de cumplir con los sueños que tuvo de joven. Por tercera vez interrumpo aquí la historia, les escamoteo el desenlace y, en este caso, la moraleja.

Y voy con la última invención que referiré, aunque no es ni mucho menos la última semejante que puede encontrarse en mis libros. Esta pertenece a la novela Los amores confiados y cuenta también un amor homosexual. Sebastián, un campesino español, abandonó a su mujer preñada para unirse a los maquis al terminar la Guerra Civil. Fue hecho prisionero por la Guardia Civil y compartió celda con otro guerrillero, que también se llamaba Sebastián y que se enamoró de él perdidamente. El primer Sebastián hablaba sin parar de ese hijo al que no conocía, de los sueños que había tenido para él. Enfermó de tuberculosis, como tantos otros presos de aquella época, y murió enseguida, pero antes tuvo tiempo de escribir una carta a su hijo y de entregársela al otro Sebastián, su compañero de celda, para que cuando fuera liberado se la llevara. Este Sebastián, el superviviente, tardó mucho tiempo en ser liberado, y cuando lo fue anduvo dando tumbos por España. Sólo al cabo del tiempo, cuando ya era viejo, se acordó de la encomienda y, por fidelidad al amor que había sentido por el Sebastián difunto, buscó a su hijo para entregarle la carta. Lo encontró en Madrid, pero al verlo, extrañamente, sintió un flechazo. Se enamoró del hijo como se había enamorado del padre, y, también como en aquel caso, supo que sus sentimientos no podrían ser correspondidos: el hijo era un hombre mucho más joven, estaba casado con una mujer y tenía una vida apacible. Sebastián, atormentado, decidió entonces quemar la carta y hacerse pasar por el Sebastián muerto, por el padre. 

A un padre se le ama más que a un amante, pensó, y, aunque nunca pudiera llegar a tener relaciones sexuales con él, podría tenerle cerca, abrazarle, consolarle. Y así lo hizo. Desterró todos sus recuerdos, aniquiló su propia vida, y encarnó la del Sebastián que muchos años atrás había huido dejando a la madre preñada de un hijo. El hijo lo acogió con emoción, con ternura, con afecto. Le abrió las puertas de su casa, le llevó a vivir con él. Sebastián, por su parte, fue envejeciendo al lado de la persona a la que amaba. Viéndole gozar y sufrir. No fue para él una vida perfecta, pero fue una vida extrañamente dichosa.
Quiero repetirlo: no son éstas que acabo de recontar las únicas historias semejantes que hay en mi literatura. En mis dos últimas novelas, Las manos cortadas y La mujer de sombra, están quizá las más exuberantes de todas, las que se construyen con más materiales y alcanzan mayor sofisticación. No voy a relatarlas aquí para no aburrirles más.

Y quiero repetir esto otro también, por si a alguien le ha pasado inadvertido: hasta hace poco tiempo no fui capaz de ver este monumental desfile de travestis que recorre mi literatura. Ahora me cuesta creer que tardara tanto tiempo en darme cuenta, pero, como dicen los críticos sesudos, este tipo de fantasmas, de obsesiones, de recurrencias, de vueltas una y otra vez al lugar del crimen, es un rasgo de autoría, una confirmación de que —bueno o malo, genial o mediocre— quien escribe es un artista y no un mero artesano. Debo sentirme orgulloso, por lo tanto, de mi ofuscación.

No es sólo que use la literatura para vivir otras vidas, por lo tanto, sino que cuento en ella la historia de personajes que tratan de vivir —o se ven obligados a vivir— varias vidas, que tratan de escapar —o se ven obligados a escapar— de ese corsé biológico que nos fuerza a nacer, a ir creciendo, a seguir un camino y a morir luego. Reconozco que me fascina esa fábula del hombre transfigurado, del hombre renacido, del hombre convertido en otro. Esa especie de reencarnación en la que no media ninguna muerte. Es un paso más allá de lo que nos atrevemos a dar. Yo habría querido o necesitado muchas veces comportarme como esos personajes. En determinadas encrucijadas de mi vida habría querido sumergirme en una piscina bautismal y salir de ella transformado. Habría podido de ese modo hacer cosas que no me atreví a hacer cuando era joven. O recuperar el amor de alguien a quien perdí. O no hacer de mi carrera profesional una rutina nauseabunda. A lo único que me atreví, sin embargo, fue a escribir un relato o una novela. Exorcismos literarios para ahuyentar la vida.
Que conste que no estoy hablando de dar saltos mortales, sino de darlos en el vacío. No estoy hablando, por ejemplo, de abandonar un trabajo aburrido y seguro por otro excitante pero precario. No estoy hablando de aprender a tocar el piano a los cincuenta años, cuando todo el mundo sabe que a esa edad ya no se aprenderá bien. No. Todos esos actos son hermosos y admirables pero son dóciles. Estoy hablando de atravesar continentes, de abandonar familia, de renunciar al amor o de destruir todo para salvarlo. Estoy hablando de arrasar absolutamente lo único que nos da unidad, que nos hace personas: la memoria, nuestros recuerdos. Un tetrapléjico, un individuo con esclerosis múltiple o con la enfermedad más terrible que puedan ustedes imaginar sigue siendo una persona, la misma persona que era. 

Su vida será sin duda completamente distinta a como era antes de la enfermedad, pero la identidad será la misma, aunque a veces, de modo retórico, digamos que estamos ante dos personas distintas, la de antes y la de después. El muchacho atlético y juvenil que antes era bondadoso y vitalista, ahora, después de un accidente que le ha dejado inmóvil para el resto de sus días, está amargado y lleno de resentimiento. “Es otra persona”, decimos. Pero no, no es otra persona. Justamente porque es la misma persona, porque recuerda lo que tuvo, la vida que imaginó, los días de sol en una playa, las noches en las que hacía el amor con mujeres, las jaranas nocturnas, los viajes a países lejanos, justamente porque recuerda todo eso a la perfección es ahora un ser bilioso, retorcido, atormentado. Un enfermo de Alzheimer, en cambio, deja de ser la persona que era. Tal vez se convierta en nada o se convierta en otro, pero hay una ruptura, una metamorfosis, un verdadero renacimiento. Han perdido la sustancia, la médula, lo que nos hace únicos, lo que nos permite poder seguir diciendo “yo” para referirnos a nosotros mismos desde que empezamos a hablar hasta que morimos, a pesar de las incontables diferencias de todo tipo que habrá entre el niño y el anciano: han perdido los recuerdos, la conciencia de su propia vida. ¿Han visto ustedes alguna vez los ojos de un enfermo de Alzheimer en uno de esos últimos fogonazos de conciencia intermitente, cuando fugazmente recuerda quién fue y se da cuenta de que se le está escapando la memoria de sí mismo como un líquido en un desagüe? Se ve puro terror en esos ojos. Mucho más terror, mucha más desesperación, si se me permite este juego macabro, que en los ojos de un tetrapléjico. El enfermo se percata en esos momentos de que su cuerpo seguirá viviendo pero no sabrá ya qué hizo, de quién fue, quién lo abrazó o lo golpeó.

¿Es eso lo que buscan mis personajes? En teoría sí, pero yo estoy seguro de que no. Como no he contado los finales ni las moralejas de las historias que he ido hilando, les advierto ahora que son casi todos (o quizá todos) bastante desoladores. No creo mucho en la regeneración. No creo en la capacidad del hombre para quitarse una piel y ponerse otra completamente distinta: somos reptiles, sí, pero no serpientes. No creo que sea posible recomenzar partiendo de cero. Es más: ni siquiera creo que sea conveniente. No sé si me gusta mi vida, pero es la mía. Si en uno de esos juegos mágicos alguien me ofreciera la posibilidad de apretar un botón y convertirme en otra persona distinta completamente feliz —estabilidad emocional, dinero suficiente, trabajos fascinantes— diría que no, rechazaría el botón. He dicho otra persona diferente completamente feliz, no en mí mismo con estabilidad emocional, dinero suficiente y trabajos fascinantes. Si se tratara de esto último, me arrojaría al botón y no lo soltaría. Pero no es ése el pacto. El pacto es dejar de recordar, olvidar todo lo que fuiste, lo bueno y lo malo.

Eso es lo que quieren hacer algunos de mis personajes. Yo les dejo, les acompaño, porque sé que así me ahorran a mí el viaje. Aprendo de su fracaso. Son impostores. Se mienten primero a sí mismos, diciéndose que están dispuestos a desprenderse de todo, hasta de lo más importante, y mienten luego a los demás haciéndose pasar por otros. Pero no son otros. Son ellos mismos travestidos. Más tarde, en el camerino, cuando acaba la función, se quitan la peluca, se limpian el maquillaje, se arrancan los postizos y los trajes de pedrería, se sacan las medias, se bajan de los zapatos de tacón y comprueban que siguen siendo los mismos de antes. Más viejos, más frustrados, quizá más sabios, pero los mismos.

Hay una frase de La peste, de Albert Camus, que recuerdo muchas veces. El sacerdote de la ciudad sitiada por la enfermedad, irreverente, abrumado por el sufrimiento que ve a su alrededor, con la fe perdida, da un sermón a sus fieles y se pregunta: “¿Hay alguien que pueda decir que toda una eternidad de gloria compensa un solo instante de dolor humano?” Su respuesta es que no: toda la eternidad de gloria que Dios promete no justifica ni un sólo instante del dolor que sentimos. Yo creo que detrás de un escritor hay siempre un hombre que perdió la fe. Un hombre que fue expulsado del paraíso —de algún paraíso— y busca en el laberinto la forma de regresar. Un hombre que se hace demasiadas preguntas. Un hombre que cada mañana, al abrir el periódico, se da cuenta de que ninguna gloria, ninguna felicidad extraña, puede compensar una sola de sus noticias grotescas y despiadadas. Por eso si alguien me pregunta por qué vivo, no sé muy bien qué responderle. Si alguien me pregunta en cambio por qué escribo, le respondo de inmediato: para vivir. Para vivir las vidas que no he vivido.


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